¡Agúzate, que te están velando!

¡Agáchate, que te están tirando!

Richie Ray y Bobby Cruz

Ha pasado un buen tiempo desde que “un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo”. Se sabe bien lo que contó a su vuelta. “Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos” (Galeano, 1989). Ese hombre, que entonces debía de ser muy joven e imprudente, a esta hora está dando razones en un cuartel policial. No le será fácil, según le dijeron sus custodios, desligar su premonición incendiaria del polvorín en que está convertida Colombia desde el pasado miércoles 28 de abril de 2021. Desde entonces y hasta el lunes 10 de mayo se han contabilizado decenas de asesinatos a manos de la fuerza pública y centenares de desaparecidos. Con ellos, las víctimas de violencia sexual por parte de agentes del Ejército y la Policía, los lesionados oculares en las protestas y los cientos de casos de violencia física y tortura contra los manifestantes han reclamado la atención del mundo. Colombia es un mar de fueguitos: una convulsión masiva y espontánea que sacude los cimientos de su sistema social y político. Este escrito quiere aportar a la comprensión del estallido social colombiano al tiempo que busca ofrecer una mirada renovada sobre nuestras luchas actuales y servir como eslabón para que se sigan encadenando las fuerzas y se sostengan los estados de ánimos rebeldes en medio de la cruenta represión policial.

Foto: Pablo Casanova. Protestas en Colombia, 2021.

La comprensión de la coyuntura exige una mirada histórica no para aprender de los errores del pasado sino para identificar lo que hay de único en el presente, en relación con lo anterior, y afinar estrategias para la acción. Pensemos la Colombia contemporánea como un cuarto de máquinas con tres artefactos contiguos y encadenados. Tres artilugios históricos con diferentes fabricaciones, con inicios distintos y en situaciones desiguales de conservación y de desgaste. Tres temporalidades históricas que coexisten y que se engranan entre sí. El primer artefacto es el discurso antisubversivo: soporte ideológico del proyecto político que ha gobernado el país durante casi todo el siglo actual. El odio a la guerrilla de las FARC —construida mediáticamente como el enemigo nacional por excelencia desde la primera elección presidencial de Álvaro Uribe Vélez (2002)— soportó un estado de opinión que prácticamente suprimió cualquier expresión de disenso. La narrativa antiterrorista absorbió la vida nacional, excluyendo casi por completo la discusión pública sobre el proyecto económico y social del país que se abría paso. La máquina uribista produjo un horizonte de sentido infranqueable. Ofreció unidad nacional al tiempo que se filtró a través de la sociedad civil arropando a cada ciudadano con la promesa de ser partícipe de un frente común contra el enemigo público. Las frustraciones de la sociedad colombiana y sus descontentos se canalizaron a través del odio antisubversivo.

El inicio de las negociaciones de paz empezó a desbarajustar el mecanismo. Colombia asistió a un paulatino resurgimiento de la protesta social durante la última década. El desarme de las FARC a partir de los Acuerdos de Paz de La Habana (2016) resquebrajó la fuerza aglutinante del discurso antisubversivo. Así y todo, algunas reconfiguraciones de su principio motor, como el miedo al chavismo, aseguraron un nuevo triunfo electoral del uribismo en 2018. La movilización social del 2019, que se desató con fuerza poco después del estallido chileno, anunció lo que la convulsión actual ha hecho innegable. La máquina uribista como productora de sentido para la nación es inoperante. No tiene la capacidad de ofrecer futuros a la ciudadanía; en particular a las juventudes. Su descomposición sabotea a su vez a la máquina contigua con la que estuvo engranada desde el principio: el neoliberalismo de Estado.

 El éxito del estado de opinión uribista y la criminalización de los movimientos populares aseguró la avanzada —sin restricciones— de la agenda neoliberal en Colombia. El agudo desfinanciamiento de la educación superior pública, la intromisión del capital financiero en el sistema de salud, la venta sistemática de activos oficiales y la desregulación y precarización laboral han caracterizado los últimos treinta años de política económica colombiana. Las finanzas públicas dependen de la explotación de recursos naturales —cuyos ciclos y oscilaciones han marcado la pauta del crecimiento económico— y de un sistema fiscal regresivo que no ha parado de profundizar la desigualdad económica del país.

Colombia tiene la mayor desigualdad en su desarrollo regional de toda América Latina (Idere Latam, 2020) y uno de los índices de concentración del ingreso más altos del mundo (Banco Mundial, 2011). Una familia pobre debe trabajar durante doce generaciones para subir su condición socioeconómica, según el cálculo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en 2018, casi tres veces el tiempo promedio que necesitan los demás países de la organización. La crisis económica de la pandemia se ha tramitado con una política social insuficiente. El gasto público adicional como porcentaje del PIB, 4.1% (FMI, 2020), está bastante por debajo del promedio regional, 8.5% (BID, 2020), que, a su turno, se retrasa del promedio de las economías avanzadas, 18% (BID, 2020). En un año de pandemia el país perdió más de una década de avance contra la pobreza. El crecimiento de la pobreza monetaria en 2020 fue de 6.8 puntos porcentuales, alcanzando al 42.5% de la población.

Con todo, la crisis socioeconómica del neoliberalismo colombiano recién se manifestó masivamente como protesta social en noviembre de 2019, cuando en la mayoría de los países de la región había producido gobiernos de izquierda una década antes. El estallido social de 2021 direccionó el descontento social hacia la política económica del gobierno de turno en el mismo momento en que la máquina de sentido antisubversiva agotó finalmente su fuerza simbólica. A propósito, el propio uribismo ha querido en estos días reconstruir al enemigo público en la forma de una delirante revolución molecular de inspiración deleuziana.

En Colombia el estado de opinión permitió que la profundización de la agenda neoliberal esquivara las resistencias populares. Así y todo, no dejó de operar el dispositivo neoliberal de dominación que ha asegurado su éxito global: la forma neoliberal de la subjetividad. El estado de opinión uribista fue tan sólo su vehículo local en el escenario estatal. Los Estados, sin embargo, se han vuelto actores proconsulares de un imperio anónimo (Villacañas, 2020). Últimamente, una parte de las izquierdas occidentales ha llamado la atención sobre la urgencia de criticar las formas actuales de desear, de relacionarse y de ser sujetos. El horizonte de sentido que constituye al sujeto neoliberal –la delimitación simbólica de lo que para él es visible y pensable- es la tercera máquina que entra en escena en este diagnóstico. El ataque a la política económica oficial, que estalló con la descomposición de la máquina uribista, abre un frente de guerra contra el neoliberalismo de Estado. Lo que no podemos hacer es celebrar a la sociedad civil como lugar inmediato de emancipación. La nueva emergencia del colectivo —sobre todo después del distanciamiento social de la pandemia— es sólo un primer paso que habilita el camino para desmantelar la constitución atomista del sujeto neoliberal. No hay golpes de kill-bill al capitalismo con la profundización de la crisis (Žižek, 2020). Por lo menos no de forma inmediata. Cristhian Laval recuerda, a propósito de la crítica de Foucault al gobierno biopolítico, “que la sociedad civil, reducida al ámbito de la competencia económica, es ahora el lugar preferido para instaurar la gubernamentalidad neoliberal” (Villacañas, 2020).

La mayor utopía de la gobernanza capitalista se ve realizada en el sujeto neoliberal actual. Imaginen ustedes un capitalismo financiero cuyas crisis no provocan consciencia de clase (Villacañas, 2020). Digamos más. Un estado social cuyos crecientes desbarajustes estructurales sólo pueden ser narrados por los sujetos —informales, precarizados, desempleados— en forma de crueles autocríticas, pesadas responsabilidades y de una desconfianza permanente sobre su propia valía. La utopía del liberalismo clásico fue la de un orden político que solucionara los problemas de la institución y regulación de lo social con sólo respetar la fuerza natural del mercado y de los intereses privados; evitando así los complicados tratados de la filosofía política. El neoliberalismo no es el deber ser de un sistema político, pasa incluso por sobre el imaginario democrático igualitario para ocuparse del gobierno directo de las subjetividades. Al respecto, la pandemia mostró la explosión de una forma muy particular de inquietud de sí mismo: la necesidad de “engallarse” —física e intelectualmente— para hacerse más digerible en el mundo social, amoroso y laboral. No es ese regreso a la interioridad el que reclamamos que deberá secundar el trabajo de la emergente ciudadanía que se toma las calles de Colombia. La movilización social está en condiciones de asestar un golpe final a la máquina uribista y la agenda pública antineoliberal es el camino de entrada para el encuentro inicial entre los sujetos atomizados que salen del “distanciamiento social”. Aun así, no es esa la muerte del neoliberalismo. Un elemento adicional del sujeto neoliberal, además de su incapacidad para elaborar sus frustraciones sin menoscabar su propia confianza, puede todavía prestarle oxígeno.

El sujeto, en su actual constitución histórica, no es espacio de emancipación. Se trata de romper frente al tiempo histórico con la única voluntad de no ser gobernados en la manera en que actualmente lo somos (Foucault, 1984). No hace falta ninguna otra justificación. 

La trayectoria semántica de dos conceptos relevantes en el universo político contemporáneo ayuda a aclarar los límites de la subjetividad neoliberal: su servilismo. Consideremos primero la intensificación del sentido de la libertad. El neoliberalismo decreta la experiencia máxima de la libertad. ¿Libertad? ¡Toda la quieras, basta que sea canalizada por el mercado! (Villacañas, 2020). La compensación de un modo de vida que en su cotidianidad parece no enamorar a nadie tiene lugar exclusivamente a través de la redención final en el consumo. La libertad de elegir de la que habla la economía neoclásica, y todas las denuncias de falta de libertad que se esgrimen ante cualquier restricción en el disfrute de bienes y servicios de consumo, dan cuenta de que el concepto de libertad se ubica cada vez más dentro del horizonte de sentido del mercado. El concepto de totalitarismo que recoge actualmente casi cualquier afectación de la autonomía soberana de la esfera económica también da cuenta de ese recorrido. Las respuestas “libertarias” a las restricciones sanitarias atestiguan el fenómeno. En síntesis, el ejercicio hedonista de la libertad asegura la gubernamentalidad neoliberal. Ese hedonismo individualista tiene una contracara que permite entender el segundo gran reto que enfrenta la protesta social colombiana ante la andanada actual de represión estatal. El primero es desde luego sobrevivir.

La sociedad del hedonismo es por su reverso una sociedad paliativa. “Hoy impera por todas partes una algofobia o una fobia al dolor, un miedo generalizado al sufrimiento” (Byung-Chul Han, 2021). A lo máximo que se puede aspirar con relación al dolor es a rendirlo con la mayor celeridad, tan pronto como se presenta. La recompensa consumista de nuestro modo de vida lo exige así con urgencia. La consecuencia nefasta se traduce en la imposibilidad de los procesos de creación artística e intelectual. La pasión, la agonía y el sentimiento trágico como laboratorios creativos necesitan de la elaboración narrativa del dolor, no de su supresión analgésica. En su ausencia florece la mediocridad del arte masificado. Podemos vivir sin pasión y sin dueños, he aquí la gran libertad que esta sociedad nos ofrece (Anónimo, 1988). La ferocidad de la represión exige desempolvar todas nuestras herramientas culturales para narrar el dolor y tramitarlo acompañados. Este es el segundo encuentro —y el reconocimiento— entre intimidades que debe suceder al encuentro inicial de la ciudadanía que se ha tomado las calles. Esta es la vuelta del hilo que pasa de lo colectivo a incubar una nueva intimidad que —a diferencia de su modus neoliberal— rompa la atomización en la medida en que narre y exprese el duelo colectivo.

Boaventura de Sousa Santos ha dicho a propósito del estallido social colombiano que “el neoliberalismo no muere sin matar, pero cuanto más mata más muere” (De Sousa, 2021). Esto parece más válido para hablar del régimen político uribista que agoniza con criminal desespero. El neoliberalismo por su parte puede sobrevivir con los muertos que le está gestionando el Estado colombiano, precisamente, si prevalece la escasez de herramientas culturales para tramitar el dolor y para construir y soportar —con él y a través de él— unidades de acción política que sostengan el estado de ánimo rebelde. El Paro Nacional puede morir de desolación.

Ante este escenario, no se trata en modo alguno de acatar a los abanderados del mindfulness que sesionan de tiempo completo desde sus morales vitrinas de Instagram. “La psicología positiva somete incluso el dolor a una lógica del rendimiento. El entrenamiento de la resiliencia como ejercicio de fuerza psicológica tiene por función convertir al hombre en un sujeto capaz de rendir, insensible al dolor en la medida de lo posible y continuamente feliz” (Byung-Chul Han, 2021). El tratamiento eficiente e individualista del dolor cercena su capacidad de ser narrado. La elevación de la frivolidad como valor supremo y la celebración del acallamiento ensimismado del duelo puede verse en los siguientes mensajes de coyuntura del colectivo colombiano Paz mi pez, que dan cuenta de uno de los abismos de sentido por donde se quiere desbarrancar —además del uso sistémico de la violencia explícita— el grito rebelde de este mar de fueguitos. La crítica de la subjetividad dominante habilita hacer frente a estas sensibilidades que apagan la rebeldía con el efecto analgésico del servilismo que caracteriza a la vida interior neoliberal.

“No hará falta un grito herido,

ni un puñal, ni un aguijón.

No hará falta ni un quejido,

ni un pellizco, ni un quemón

(Bastaría con su ejemplo:

sobraría con su acción).”

“Por eso…

La única revolución

es su propia evolución

(Créalo o no).

“Mientras haya

rabia en usted,

la bandera

seguirá al revés.”

De quien se alegra de los espacios que alcanza a recortar y a salvaguardar para sí en esta sociedad nos separa, aun antes de la reflexión, el modo mismo de palpar la existencia. Entendemos que nuestra vida, nuestros deseos, son el auténtico lugar de la guerra social (Anónimo: 1988).

Al funcionamiento de las tres máquinas con las que quisimos dar luces sobre la Colombia contemporánea podemos oponer la imagen de un tejido en contrapunto que va de las luchas populares en curso a los nacientes espacios comunitarios de duelo y creación, para regresar desde allí a la definición de nuevas experiencias y prácticas de lo común. No nos ponemos del lado del individuo para enfrentar al Estado, buscamos formas nuevas de subjetivación que aprovechen los espacios de encuentro abiertos con el estallido social. La urgencia del presente es enfrentar tanto a la política económica dominante como a la atomización y frivolidad del sujeto neoliberal que se ha posicionado como el horizonte de sentido privilegiado de nuestra contemporaneidad.


Referencias

Anónimo. (1989). Ai ferri corti. Romper con esta realidad: Sus defensores y sus falsos críticos. 

De Sousa Santos, B. (2021). Colombia en llamas: El fin del neoliberalismo será violento.

Foucault, M. (1984). ¿Qué es la crítica? Crítica y Aufklärung”. Revista de Filosofía-ULA 11 (1995): 5–25.

Galeano, E. (1989). Un mar de fueguitos. En: El libro de los abrazos. Siglo Veintiuno Editores.

Han, B. C. (2021). La sociedad paliativa. Barcelona: Editorial Herder.

Villacañas, J. L. (2020). Neoliberalismo como teología política: Habermas, Foucault, Dardot, Laval y la historia del capitalismo contemporáneo. (E-pub).

Žižek, Slavoj. (2020). Un golpe tipo ‘Kill Bill’ al capitalismo.