Campamento Nueva Habana, Chile: alfabetizarnos entre compañeros

En los años 1971 y 1972 compartí la palabra con gente que cambió mi vida: campesinos llegados a Santiago de Chile. Es probable que los nombres de Linares y Chillán no resulten familiares fuera de Chile. Chillán tal vez un poco más, por haber sido lugar de nacimiento de Violeta Parra. De allí venían las personas con las que conviví dos años alfabetizándonos.

Vivíamos en la población Nueva Habana, y cuando el desabastecimiento comenzó a hacer estragos, juntos pasamos hambre; de otro modo ¿qué alfabetización hubiera sido posible? De esas carencias surgieron las palabras “té”, “sandía” y “pan”, pues esos eran los alimentos nuestros de cada día.

Ignorábamos todo sobre el cultivo de la papa, tan común en el sur de Chile. Nuestros compañeros ignoraban casi todo sobre el alfabeto, tan común entre los ignorantes en el cultivo de la papa. Y entonces llegó la papa para alfabetizarnos, contándonos su origen en la tierra y en el papel.

Había muchachas con bebés que daban de mamar en los encuentros con la escritura. Los bebés eran los afortunados del grupo: ellos tomaban toda la leche que querían. Los niños más grandes tomaban el medio litro que prometió El Chicho para todos los niños de Chile. Y El Chicho, como siempre, cumplió.

Así fue como se comenzó a hablar de “embarazo”, “lactancia” y del derecho inalienable de todos los niños y las niñas de poder tomar leche cada día. Arribaron entonces a la conversación y la escritura: “leche”, “papa”, “papá”, “mama”, “mamá”, “niño”, “niña”. Así pues, casi sin querer. 

El aula construida

No había escuela. Entre todos armamos un galpón de madera. Algunos sabían de qué se trataba: manejaban pala, martillo, clavos, tenazas. Otros fuimos aprendiendo mientras nos magullábamos los dedos. Y el galpón de madera fue el lugar más querido, al que todos llegábamos en las tardecitas, después de largas jornadas en andamios, carretones, carpinterías o huertas. Así es como arribaron a la conversación, a la lectura y a la escritura, “pala”, “tenaza”, “martillo”, “clavo” y “madera”.

Vendíamos sandías en las calles de la ciudad; las más baratas, pequeñas y sabrosas, 2 escudos; las más grandes, jugosas y envidiadas por los que no podíamos darnos el lujo de gastar 15 escudos para disfrutarlas.

Y en eso llegó a nuestras vidas un maestro grande, un tal Paulo Freire, que se puso al hombro la campaña nacional para que en Chile todas las personas pudieran leer y escribir. 

Nosotros teníamos 20 años, y por lo tanto no teníamos clara la dimensión de esa figura, lo que ese maestro ya había caminado y explicado a miles de personas en diferentes partes del mundo. Así que nos pareció algo común asistir a sus charlas, recibir láminas preparadas por su equipo para dinamizar la conversación, enviarle registros de lo que era el día a día de nuestra vida en el campamento. Pero hoy, naturalmente, contar cuál fue la experiencia compartida con el maestro Freire, tendrá en este texto un apartado especial.

El campamento, su gente, sus líderes

Como comentaba al principio, la mayoría de la población había llegado a Santiago desde el sur de Chile. Campesinos, la mayoría reconvertidos en albañiles, jardineros, recolectores de residuos y las mil y una tareas que la sociedad clasista y excluyente le asigna a las personas que “no tienen un oficio”. La sabiduría del cuidado de la tierra, del cultivo de lo que luego comemos (sin preguntarnos nunca de donde llegó la comida que llega a nuestra mesa) no interesa en la  alienación cotidiana que caracteriza la vida de las urbes.

Ellos no llegaron directamente a la Nueva Habana, sino que habían sido parte de diversas tomas de tierras en busca de donde asentarse. De la reunión de varias de esas tomas, nace Nueva Habana.

Naturalmente, toda esa historia formó parte del material de conversación y escritura: allí estaba la historia reciente, los deseos de una vida mejor y por sobre todas las cosas, un encuentro con otros comunes en padecimientos, voluntad y sueños.

De esas conversaciones brotaron para su escritura Linares, Chillán, Cautín, campamento y “pacos”, fundamentalmente “pacos”, los temidos policías que tantas veces los apalearon y tantas veces fueron derrotados por la fuerza inquebrantable de los sueños compartidos.

En ese campamento conocí al Polo, un muchacho que no sabía qué era eso de las vocales, que aprendió a leer y a escribir en el galpón de madera y que por su experiencia en la lucha callejera fue elegido para formar parte del GAP (grupo de amigos personales), la guardia personal de Don Salvador Allende. ¿Habrá muerto Polo en La Moneda? Esa es una pregunta que siempre me hice y hasta hoy no tengo respuesta.

Allí conocí al Guido y la Chiquita, una pareja que nos dio cobijo, no solamente de techo y manta sino en interminables charlas donde imaginamos un Chile más justo, más bello, humanamente más bello.

Con ellos construimos “la palomera” que era una casilla que podíamos mover con rodillos de madera. Allí guardábamos las sandías que luego salíamos a vender.

Un lugar especial en mi recuerdo lo ocupa el Mickey Villalobos (Alejandro Villalobos), un compañero excepcional, líder natural, curtido en mil batallas callejeras para ganar en cada lucha un poco más de dignidad para el sufrido pueblo del que formaba parte. El Mickey fue quien nos aceptó en el campamento, el que nos explicó el cómo y porqué  de la lucha por el techo y el pan, el Mickey que no abandonó Chile cuando el golpe, que se quedó y murió asesinado años después en Valparaíso por Rubén Fielder Alvarado, uno más de los esbirros de Pinochet.

Foto: Mickey Villalobos. Cortesía del autor.

Recuerdos de los encuentros con otros alfabetizadores

Como ocurre usualmente en las campañas nacionales de alfabetización, la inmensa mayoría de los alfabetizadores éramos personas muy jóvenes. Otra característica es que muchos procedíamos de varios países de la región, en especial Argentina, Uruguay y Chile.

Los encuentros entre alfabetizadores trascendían entonces la acción inmediata de la campaña y se constituían muchas veces en foros informales de intercambio sobre la situación social y política que atravesaba la región en ese momento.

En una ocasión nos pusimos de acuerdo alrededor de 10 compañeros para visitar a un grupo de presos políticos de Brasil, que habían sido liberadores como consecuencia del intercambio por la liberación de un político norteamericano secuestrado por un grupo guerrillero de Brasil. Recuerdo muy bien esa anécdota, pues fue la ocasión para debatir nuestros puntos de vista acerca de las formas que adquiría la resistencia anticolonial. Para los argentinos era un debate candente, pues acababa de ocurrir hacía apenas tres años el Cordobazo e inmediatamente habían comenzado a hacer pública su presencia organizaciones de guerrilla urbana y rural (estas últimas  en el noroeste del país).

Un tema de intercambio de información fue lo que habíamos podido informarnos sobre la campaña de alfabetización en Cuba. Esta se había llevado a cabo una década antes y su éxito fue rutilante. Sin embargo, las condiciones políticas tan diferentes entre la realidad cubana y la chilena generaban nuevos interrogantes y a veces acaloradas discusiones que incluían el tema de los materiales a utilizar, las formas de coordinación del trabajo y el papel del Estado en la planeación de las acciones a nivel nacional.

Todo esto muestra a las claras que a pesar de nuestra juventud (e incluso en muchos casos escasa experiencia) no se eludía la discusión de temas complejos -pero imprescindibles- para enmarcar la acción alfabetizadora en los proyectos sociales libertarios tan potentes y frecuentes en las década del sesenta y setenta en todo el mundo.

Algunos de los alfabetizadores éramos maestros, y aunque recién habíamos egresado de las escuelas Normales, éramos consultados con la ingenua esperanza de que sabíamos muchas más cosas que quienes no lo eran, cosa evidentemente errónea.

Nuestros compañeros tenían formaciones diversas: estudiantes de historia, de letras, obreros y empleados de comercio, entre otros. Recuerdo muy bien a un joven uruguayo estudiante de ingeniería que luchaba denodadamente contra su tendencia a imponer tiempos de trabajo y conclusiones definitivas, ambas cosas en franca contradicción con las conversaciones que cada mes teníamos con el equipo del maestro Paulo y en un par de gozosas e inolvidables circunstancias, con el mismísimo maestro Paulo.

Los modos de conversación con el maestro Paulo

Las veces que pudimos ver al maestro Paulo (solo dos o tres, por cierto) fueron en encuentros masivos. Alrededor de 150 alfabetizadores en cada caso. ¿Es difícil conversar en grandes grupos? Depende de la manera en la que concibamos la conversación. Participar en grandes grupos de conversación puede ayudar a pensar en colectivo, puede alentar la escucha verdadera de la palabra del otro, anima a ver en el caso en apariencia individual su matriz grupal.

En esas reuniones vimos con claridad cómo el maestro no podía decir sin escuchar. Y esa virtud  la incorporamos como necesidad. El relato de un compañero para que resonara en nuestro interior, para que golpeara a la puerta de nuestras propias experiencias, para que se abriera al lazo entre emoción y acción. 

Esto es lo que ocurría: uno o dos contaban para que todos, de la mano de la guía exploratoria de las palabras que ofrecía Paulo, pudiéramos escucharnos. Y lo más hermoso es que en ese momento de nuestras vidas eso ocurría de manera natural, espontánea, nunca habíamos leído sobre tal cosa. Creo que ocurría por nuestra predisposición al colectivo y porque el espíritu es flexible y puede ser amplio. Preguntar y preguntar para que el otro diga lo que no sabe que sabe; allí residía el secreto de la pedagogía del maestro Paulo. Y en eso era inclaudicable.

Escuchamos relatos en apariencia diferentes, decía Paulo. Y así era; variaban las anécdotas, pero en todas subyacía lo esencial; la permanente tensión entre el que supuestamente sabe y el que supuestamente no sabe. Ahí estaba y sigue estando el nudo existencial del problema pedagógico. Si se resuelve será poema, si no se resuelve, será tragedia o farsa.

Recuerdo con claridad cuál fue nuestro aporte (el de los alfabetizadores de  Nueva Habana). De todas las palabras de las que se partían para abrirnos a la conversación y la escritura, dos nos parecían en especial relevantes: casa y leche. Casa y leche, cobijo y alimento. ¿Y no podía ser la escritura cobijo y alimento? Así empezó nuestra conversación con el colectivo del que Paulo formó parte en esas dos o tres, ahora me doy cuenta, privilegiadas ocasiones.

Nuestro planteo tenía un punto de partida muy concreto: en esos días los pobladores de Nueva Habana estaban construyendo sus casas de ladrillo. Estaban dejando atrás el cartón del desamparo, las latas del frío Santiaguino de las mañanas de otoño e invierno, la insalubridad, la muerte evitable. Y la leche, que por primera vez en la historia llegaba a la boca de todos los niños de Chile. La leche, un alimento en apariencia normal para el consumo de todos en sociedades menos anormales como las nuestras, desiguales y violentas por obra y gracias de la codicia.

Esas dos palabras en las que hizo centro nuestro grupo fueron el arranque de escuchas y conversaciones orquestadas por la batuta de Paulo, la historia de las casa y de la leche, la historia de la no-casa y de la no-leche, pensada y sentida como la historia de la desigual distribución, el castigo de los poderosos a los que pretenden dignidad. Porque no hay opresión con dignidad, nos dijo Paulo. Y lo dijo como si tal cosa…

La opresión requiere, anhela la indignidad no como anhelo vano, sino como requerimiento necesario para el sometimiento del alma y en muchas ocasiones, del cuerpo.

Los conflictos sociales y políticos del Campamento y cómo impactaban en el camino hacia las palabras escritas.

Cuando los oprimidos se organizan y plantean un freno al abuso, la estructura general del edificio social construido sobre la base de la desigualdad tiembla.

Los pobladores de Nueva Habana eran gente de paz, pero de lucha. Esas dos palabras unidas hoy parecen inconcebibles. Las consignas de techo, pan y trabajo eran el tridente constitutivo de todo lo que se proponían.

Pero resulta que el trabajo comenzó a escasear a medida que las grandes corporaciones comenzaron a jaquear a la Unidad Popular. El desabastecimiento, la gran arma, una y mil veces usada para que el desánimo cunda y la responsabilidad se oriente hacia la incapacidad gubernamental, comenzó a hacer estragos. Entonces, los muros de las soñadas casas un día dejaron de buscar el cielo, la cumbre de sus techos, por obra y gracia de la Cámara Chilena de la Construcción, enemiga acérrima del gobierno popular.

Mientras tanto, la vida seguía, golpeada en el estómago y en el espíritu, pero seguía. Mientras tanto, las palabras de la crisis inundaron los caminos de la voz y del papel. Así llegaron “momio”, “golpe”, “huelga”, “marcha”, “egoísmo”, “pueblo”. 

Una reunión alfabetizadora se suspendía porque las casas pendían de un hilo; una charla con los nuevos lectores y escritores se postergaba por una marcha a la puerta de la Cámara de la Construcción; un encuentro se postergaba por un ejercicio de entrenamiento en el cerro San Ramón, por si la moscas.

El tiempo se nos escurría, las ganas a veces se debilitaban. Pero allí estaba la promesa de la palabra propia, el ferviente deseo del indeleble recuerdo de lo escrito. Entonces seguimos adelante, porque estábamos convencidos de que el pueblo unido jamás sería vencido.

Lo que no sabíamos y ahora sabemos en relación a la alfabetización

No sabíamos que muchas de las cosas que hacíamos eran  importantes para el proceso de alfabetización. Una fundamental fue la convivencia. No fue una experiencia donde el encuentro ocurría unas horas al día o unas horas a la semana. Nos veíamos desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos. No teníamos que explicarnos la alegría o la desazón, lo percibíamos en nuestras miradas; no era necesario hablar sobre el cansancio, lo compartíamos en nuestros cuerpos; la esperanza era común, como la sopa y la ropa.

Sin convivencia puede haber encuentro alrededor de la palabra, pero hay planos profundos del conocimiento que siempre estarán ausentes, porque el ser del nosotros  ocurre en el estar. Y es natural que así sea.

Hoy que sabemos que la convivencia y sus términos ocupan el centro de la escena pedagógica, nos animamos a proponerla. No como recomendación, sino como requisito indispensable. Sabemos que hoy parece utópico plantear compartir la vida en todos sus aspectos y admitimos que eso es una realidad. La recomendación entonces es extender esa convivencia hasta el límite de las posibilidades de los participantes en el proyecto de conocer la escritura desde el conocimiento del mundo. 

Otra cuestión que ignorábamos  era la importancia de la literatura  como herramienta de autoconocimiento y observación de nuestro entorno, y no porque los que ya conocíamos el código escrito la despreciáramos; tan no era así que la disfrutábamos e incluso ya podíamos conversar entre nosotros sobre obras, autores, usos del lenguaje expresivo, etc. El problema, ahora lo vemos, pasaba por otro lado. Suponíamos, erróneamente, que los compañeros que aún no  escribían  (aunque fueran mucho más agudos lectores del mundo que nosotros) no se interesarían por la literatura, o no podrían desentrañar el sentido de algunos planos del discurso literario (en especial los usos no literales de la lengua).

Pensábamos que con la conversación, o en todo caso el relato oral, era suficiente para amasar el material con el que trabajaríamos para el dominio del código escrito.

Pensando hoy en este grave error, sentimos un poco de vergüenza frente a nuestra ignorancia. Porque eso no ocurrió en el siglo XIX, sino mucho después de que Brecht nos convocara a pensar en la importancia del extrañamiento, en la importancia del distanciamiento para poder vernos con más claridad, con más serenidad, con más profundidad.

Hoy sabemos que llegar a un espacio de trabajo con la palabra escrita sin una buena y siempre renovada selección de cuentos, poemas e incluso alguna novela (para disfrutar fragmentos e incluso totalmente en lecturas por entregas) es llegar sin un recurso indispensable para abrir nuevas miradas sobre los acontecimientos en los que estamos inmersos: nosotros mismos somos ese acontecimiento al que podemos ver de un modo que sería difícil de percibir sin hacerlo de la mano de personajes y situaciones que de algún modo nos representan.

Hoy sabemos que la literatura trasciende el hecho estético, que percibirla sólo como belleza en el uso del lenguaje ha sido producto de una educación excluyente y a todas luces miope, que lo que se cuenta no alcanza, que el cómo se cuenta  es lo que la constituye en su esencia, que trasciende lo temático y pone en movimiento luces y sombras intelectuales, emocionales, existenciales. 

Todo eso sabemos, todo eso no sabíamos. Por eso hoy la literatura nos acompañaría en cada encuentro, en cada conversación con o sin palabra escrita antes, durante o después de reunirnos con las historias que nos llegan de lejos para abrazarnos muy íntimamente.

Leer y escribir con otros

Leer y escribir  con otros fue, es y será siempre una tarea intensa y bella. Hacerlo en la etapa de su nacimiento, en ese parto hacia nuevas y desconocidas relaciones con los tiempos y espacios de las palabras, en el momento del descubrimiento de la fuerza de la perennidad de las marcas gráficas y sus efectos transformadores de la historia social y la historia personal, constituye una experiencia única. 

En cada encuentro entre personas que conviven y se reconocen en el afecto, se abren historias. Esas historias pueden tener una escritura. Esas escrituras en general se pierden, a veces comienzan y no concluyen, en ocasiones se planifican, comienzan a brotar en guiones pero no se desarrollan.

Leer y escribir con otros es también leer y escribir las historias del grupo, de todos y de cada uno de los que deseen que su oralidad narrativa se traduzca en relato escrito.

Leer y escribir con otros es conversar, es interrogar la experiencia de vida cotidiana en la que la palabra es la que mejor nos define como humanos, es acariciar las manos de los que comienzan las marcas con dibujos que aspiran a ser cuentos, es escuchar para comprender, es prometernos sin claudicaciones que todos podemos leer y escribir. Eso es lo que entendemos como alfabetización.

Eso es lo que imaginamos en los caminos de los que hoy comienzan a navegar en sus cálidas y en ocasiones turbulentas aguas. Alfabetización para la libertad, para la dignidad, para el encuentro, para la palabra compartida, para un mundo donde quepan todos los mundos.

Salir de la versión móvil