Cambio climático y decrecimiento, en el Sur y en el Norte

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Dossier Crisis Climática

Bernardo Bolaños

El economista francés Thomas Piketty es una figura central de la izquierda mundial. Su libro El capital en el siglo XXI redirigió la atención de millones de lectores hacia el tema de la desigualdad provocada dentro de cada país por el capitalismo globalizado. Recientemente, tuvo éxito su llamado a ecologistas franceses europeístas y a la izquierda radical del partido Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon para que se unieran en una coalición electoral; ello le quitó la mayoría parlamentaria al presidente liberal Emmanuel Macron en junio de 2022. Pero cuando se trata de hablar de decrecimiento, es decir, de la propuesta de otros economistas de reducir la producción industrial con el fin de detener la crisis ambiental, Piketty se hace a un lado, toma distancia.

Según este rockstar de la economía, el reto que enfrentamos por motivos ambientales no es detener el crecimiento económico para evitar así la contaminación y destrucción de ecosistemas, sino detener específicamente y directamente esas calamidades. Es decir que, para él, aminorar los gases de efecto invernadero y el agotamiento de bienes comunes (como son los bosques, el buen aire y el buen clima) puede lograrse sin que la renta y el bienestar material de las personas se reduzca. En el caso de la mitigación del calentamiento global, se trataría de separar el aumento de la riqueza de la emisión de gases de efecto invernadero. En términos técnicos, desacoplar el bienestar material de la degradación ambiental podría supuestamente lograrse al dejar de perseguir el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), pero no el de la Renta Nacional Bruta (RNB). ¿Cuál es la diferencia entre estos indicadores?

Si sacas hidrocarburos del subsuelo explica el economista francés​​, aumenta el PIB pero no, de ninguna manera, la Renta Nacional. Si además quemas esos hidrocarburos, generas efectos negativos sobre otras actividades humanas, sabemos que es así con el cambio climático; por lo tanto, esto último es ingreso nacional negativo, mientras que el PIB seguirá siendo positivo. Entonces puedes ver que el indicador que usamos cambia completamente lo que llamamos crecimiento, por lo cual el crecimiento del PIB no me interesa en absoluto.

(Piketty, 7 de diciembre 2019).

Piketty recomienda mejorar nuestra manera de medir la riqueza, para ubicar las actividades económicas nocivas al medio ambiente y diferenciarlas de las que alivian las necesidades humanas pero no destruyen ecosistemas, ni agotan recursos naturales. Según esta visión, el ingreso de la gente sí debe crecer, pero no con base en una economía fósil que queme hidrocarburos y que está destruyendo la temperatura templada de la que gozó el planeta durante diez mil años.

¿Es posible lo que proponen Piketty y otros teóricos del “crecimiento verde”? No, según los llamados economistas heterodoxos que proponen el decrecimiento (Gadrey, 9 de diciembre 2019). Porque, en los hechos, nos recuerdan éstos últimos, el PIB y la RNB siempre han dibujado gráficas correlacionadas. No se les ha podido nunca desacoplar. Sube uno y aumenta la otra. Además, el crecimiento busca una expansión de la producción y del consumo, lo que por definición se basa en el sustrato material de un planeta finito; de modo que los límites planetarios hacen imposible crecer indefinidamente. El llamado “crecimiento verde”, aún si no saca combustibles fósiles del subsuelo para producir electricidad y mover vehículos con motores de combustión interna, sí requiere de materiales raros para construir baterías, celdas fotovoltaicas, turbinas eólicas, además de que, en tanto aumento de riqueza, implica comer más plátanos importados desde el sur, más cerezas traídas del norte, más vacas que producen deforestación; mayores ingresos de la gente significa que ésta beba más café o té, vista más algodón o lino, etcétera. Todos estos productos, dicen los teóricos del decrecimiento, traen consigo degradación ambiental (Sembrar destruye áreas verdes y roba espacio a otras especies, el metano que expulsan las vacas es gas de efecto invernadero). La única solución verdadera sería disminuir nuestro tren de vida.

Piketty y otros desarrollistas verdes entonces les conceden a sus contradictores que, aparte de los objetivos económicos, debe haber algunos asociados a los límites del crecimiento económico. Por ejemplo, no deberíamos producir teléfonos inteligentes de manera ilimitada, porque ello significaría destruir el hábitat de las generaciones futuras; pero para el francés eso no significa tampoco el decrecimiento económico (pues debemos mejorar la renta de quienes hoy, incluso en el primer mundo, no viven bien, ni pueden disfrutar de vacaciones porque la mayoría de su ingreso lo entregan a rentistas). Para Piketty, debemos hacer crecer el ingreso de quienes menos tienen, sea donde sea.

En las frases precedentes, dos veces puse en cursivas la misma palabra (debemos) para enfatizar lo que quisiera este economista. Se trata de una economía normativa que desea un futuro más confortable no sólo para los habitantes del Sur global, sino para los jóvenes, los desempleados y las personas de la tercera edad del Norte global. ¿Pero este deseo es, en los hechos, compatible con el objetivo de mitigar la crisis climática? ¿Hay una economía descriptiva detrás que lo respalde? Los economistas partidarios del decrecimiento calculan que los países ricos ya consumen cuatro veces más de lo que les corresponde para cumplir la meta de no rebasar 1.5 ºC de calentamiento global este siglo, contenida en el Acuerdo de París. Y dan la siguiente respuesta a los partidarios del “crecimiento verde”: ¡Redistribución de la riqueza, sí! ¿Aumento de la riqueza en los países desarrollados? ¡Ya no se puede! Finalmente, los teóricos del “crecimiento verde” suelen reconocer su derrota cuando, como Samuel Fankhauser, sostienen un crecimiento terminal de corto plazo, es decir, aseguran que todavía se puede crecer un poquito hasta alcanzar el tope final del bienestar material sostenible de la humanidad.

La tesis del “crecimiento verde” afirma, cuando menos, que es posible que las nuevas tecnologías nos ofrezcan energía limpia con la cual la gente preserve e incluso mejore su bienestar material, sin que ello lleve la crisis climática a un peligroso extremo. Esa actitud parece una simple resignación implícita a aceptar más de 1.5º C de calentamiento. Para los decrecentistas, los niveles de consumo material en los países del Norte global y entre las élites de los países en desarrollo nos llevan a rebasar ese umbral y, con ello, a transformar la civilización tal como la conocemos. Si realmente queremos evitarlo, los sectores mencionados deben reformar profundamente sus sistemas económicos, reducir producción y consumo y cambiar sus hábitos. El decrecimiento es la perspectiva de un autocontrol, de una moderación material autoimpuesta, es decir, la existencia de un mundo en el que las clases altas y medias del mundo rico tendrían que resignarse a consumir bienes materiales como los sectores populares del mundo rico, a cambio de que las clases populares del mundo pobre puedan mejorar su ingreso, todo ello para no agravar el cambio ambiental global. Inspirados en la justicia climática, los teóricos del decrecimiento que escriben desde el Norte no suelen pedir a los sectores populares y a los países pobres hacer grandes sacrificios.

Por ello resulta tan sorprendente que, en 2022, el Grupo intergubernamental de expertos sobre cambio climático de Naciones Unidas (IPCC por sus siglas en inglés), por primera vez desde que iniciara sus informes, ha empleado el concepto de “decrecimiento”. ¡Pero considerándolo compatible con la búsqueda de un aumento del bienestar! En efecto, para el grupo de expertos, el decrecimiento….

va más allá de criticar el crecimiento económico; explora la intersección entre la sostenibilidad socioambiental, la justicia social y el bienestar. Bajo la actual lógica económica y las políticas fiscales, el decrecimiento ha sido considerado como un paradigma de ‘crecimiento inestable’ que al disminuir el consumo provocaría el aumento en la tasa de desempleo, lo cual, a su vez, disminuiría la competitividad y crearía una espiral de recesiones. Sin embargo, un modelaje más integral del desempeño socioeconómico comprende los segmentos de transformación social suficientes para garantizar el mantenimiento y el aumento del bienestar junto con la reducción de las ‘huellas’.

El aumento del bienestar del que habla el IPCC quizá se podría lograr mediante una expansión del consumo cultural y deportivo. Más teatro y conciertos, menos espressos; más tiempo dedicado a la observación de pájaros, menos a viajes al otro lado del mundo; menos frutas importadas y lujosos cortes de carne, más expendios de comida a granel, sin embalajes de plástico. La reducción del tiempo de trabajo también significaría mayor bienestar, aunque no mayor capacidad de consumo material.

En todo caso, el mayor aporte de las teorías del decrecimiento es mostrar que, si buscamos mitigar la crisis climática, la población de los países desarrollados debe hacer sacrificios con respecto a su situación actual, pues para evitar la catástrofe ambiental no alcanza con la transición tecnológica. No debería ser un tema controvertido en el caso de los gastos de energía más superfluos: allí donde una persona maneja una enorme y pesada camioneta, como vehículo personal, aunque viaje sola; donde alguien come 2/3 de pizza y arroja a la basura el resto; donde la gente viaja en avión permanentemente y en trayectos que pueden hacerse cómodamente en tren. Estas conductas son comunes en el llamado Primer Mundo. En cambio, no parece ser igualmente justo exigir que quienes viven en climas extremos renuncien totalmente al aire acondicionado, ni parece sencillo que los vuelos trasatlánticos puedan ser sustituidos por viajes en barco.

Jason Hickel, autor del libro Menos es más. Cómo el decrecimiento va a salvar el mundo (2020), usa el aparato teórico marxista para señalar que el metabolismo del planeta está alterado por el capitalismo, pues el Norte global succiona materialmente la riqueza del Sur global. La ropa que se fabrica a gran velocidad en maquiladoras del Sur y que se desecha al poco tiempo en el Norte; los productos agrícolas que se cultivan en el trópico y atraviesan el planeta para ser consumidos en los países templados y fríos; o los teléfonos celulares que se ensamblan con materias raras extraídas en los Estados “en vías de desarrollo” serían ejemplos de este metabolismo enfermo. Un desbalance de 12 mil millones de toneladas de materias primas, 21 exajulios de energía, 800 millones de hectáreas de tierra y 200 millones de trabajo personas-año constituirían supuestamente los flujos del sur hacia el norte industrializado. Ante tal desarreglo, que se implementen procesos industriales más limpios y se produzca energía renovable (como quieren los desarrollistas verdes) no corregiría, según este autor de creciente popularidad, esa terrible aspiradora con la que los países neocolonizadores chupan a los neocolonizados, destruyendo sus ecosistemas, dejando exhausta su fuerza de trabajo y externalizando así la barbarie.

La discusión sobre el metabolismo del planeta se relaciona con el decrecimiento porque la mejor estrategia para enfrentar la crisis ambiental, para Hickel, es el fin del colonialismo impuesto a través de los programas de ajuste estructural que desmantelaron la soberanía de los países del Sur global e impusieron la globalización. La afirmación es interesante, pero requiere ser matizada ante la evidencia de intercambios menos esquemáticos. Por ejemplo, Estados Unidos exporta granos a México y, si a alguien le sirve de consuelo, destruye sus propios ecosistemas con la agroindustria basada en monocultivos, pesticidas y fertilizantes nitrogenados. Japón y China son ejemplos claros de países que eran poco poderosos y se enriquecieron gracias a los intercambios comerciales internacionales. Además, la crítica a la agroindustria global desde los movimientos que favorecen la agricultura local (el mercadito orgánico que frecuentas en la plaza de tu ciudad) contribuirá quizá a darle un respiro a ciertos ecosistemas en el Sur, pero no mitigará el calentamiento global. La urgencia de reducir drásticamente la huella de carbono en el Norte para 2030 y así evitar rebasar 1.5ºC y cumplir el Acuerdo de París podría intentarse mejor con una transformación tecnológica y social en esos países, antes que preparando una futura huelga general y una revolución geopolítica (mencionadas por Hickel pero que no se ven a la vuelta de la esquina). Las soluciones no pueden posponerse.

Tomando en cuenta la urgencia de la transición energética, volvemos al tema de la tecnología, junto a la noción de decrecimiento más consensual (entendido como reducción del consumo en los países ricos) que habíamos mencionado antes de exponer las ideas de Hickel. Si la tecnología puede ser nefasta para el medio ambiente, también hay casos en los que es comparativamente benéfica: la aviación fue perjudicial para la atmósfera, pero, en cambio, comunicar a través de las nuevas tecnologías puede suponer el ahorro de desplazamientos físicos. Otras revoluciones tecnológicas que reduzcan drásticamente emisiones en vez de aumentarlas tendrían que implementarse ya, independientemente de que algunos preparen la Revolución a la que se refiere Hickel.

Por otro lado, la posición de este autor se dirige a los países ricos y no contiene recomendaciones para naciones en vías de desarrollo, siempre y cuando éstas no rebasen su presupuesto de carbono (es decir, la cantidad de gases de efecto invernadero que pueden emitir sin violar su parte en los acuerdos internacionales de reducción de emisiones). Esa posición parece apoyar a los desarrollistas del Sur, no a los partidarios del decrecimiento. Tomemos el caso del Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y El Salvador). Tanto el enfoque desarrollista como los teóricos del decrecimiento que, como Hickel, escriben desde los países del Norte admiten la legitimidad de construir, en esa pequeña región, carreteras, puertos, terminales aéreas y gasoductos, promover el turismo, así como instalar redes de electricidad sucia o limpia. Porque se trata de tres países centroamericanos de renta baja a los que difícilmente se les podría criticar por acortar la brecha de bienestar que los separa de países desarrollados. Ningún gobierno del Norte podría exigir a hondureños, guatemaltecos y salvadoreños que consuman menos o que gasten sus escasos recursos fiscales en mitigar sus modestas emisiones de gases contaminantes.[1]

Pero hay preocupaciones legítimas internas, sureñas, con respecto al crecimiento económico como lo conocemos. Hay partidarios del decrecimiento que piensan y actúan desde Centroamérica y otras regiones pobres del planeta. La lucha de la hondureña Berta Cáceres contra el proyecto hidroeléctrico “Agua Zarca”, que le costó la vida, es uno de los mejores ejemplos. Porque las teorías del decrecimiento del Norte son poco aplicables a los países pobres donde, en estricto sentido, muchos podrían hacer lo que quisieran en materia de responsabilidad climática, incluso durante esta década estratégica para la supervivencia de la civilización humana. Las élites africanas o latinoamericanas podrían elegir contaminar la atmósfera con sus vuelos privados o extraer carbón mineral de manera prioritaria, si se guiaran por los parámetros del decrecentismo hegemónico. Estarían autorizadas para quitar el agua a socioecosistemas enteros y construir ahí plantas hidroeléctricas, en nombre de la soberanía energética. Los más pobres quemarían neumáticos, para hacer fogatas, de manera retadora sólo para no quedar atrás frente al despilfarro en el Norte, si lo único que les importara fuera que se reparta la atmósfera en partes iguales por país o per cápita. En algunos años, los sureños podríamos exclamar: “quedó arruinada nuestra casa común, el mundo entero, pero no cedimos al chantaje colonialista, ni rebasamos nuestra cuota de progreso”.

Sería estúpido, sobre todo si consideramos que los habitantes del Sur global sufriremos los peores efectos de la crisis climática, particularmente lo resentirán nuestras comunidades más humildes. Afortunadamente, el “ecologismo de los pobres”, como lo llamó Juan Martínez Alier, es consciente de que lo que nos conviene es detener la locura productivista e industrialista de la economía fósil, no sumarnos proporcionalmente a ella (como proponen algunos líderes e intelectuales decolonizados pero desinformados). El ejemplo de Berta Cáceres y de cientos de otros activistas latinoamericanos supone claridad sobre el valor del territorio y de la biodiversidad, del buen vivir y de la autonomía comunitaria, por encima de la sociedad de consumo. Ellos son los abanderados de una teoría situada del decrecimiento que reconoce que la contribución de cualquier ser humano a revertir la crisis ambiental es valiosa; toda tonelada de CO2 que durante los próximos años le ahorremos a nuestra atmósfera es punto a favor de nuestros descendientes, de las especies amenazadas y de los países vulnerables. Ya no es razonable el aire acondicionado en los cines de las templadas Bogotá y Ciudad de México, menos por pura imitación y aspiracionismo. Ser vegano (o, al menos, procurar una dieta basada en plantas), en América Latina, contribuye tanto como serlo en Noreuropa. Viajar en avión privado es tan criminal en el Sur como en el Norte. Arriesgar la vida para defender las selvas de nuestra región supone la máxima coherencia posible y es el mayor sacrificio que un ambientalista partidario del decrecimiento pueda hacer. Nuestra región tiene el orgullo de contar con miles de ciudadanos de zonas rurales y miembros de comunidades tradicionales que rechazan la falsa promesa de trenes, carreteras y carboeléctricas. Son la vanguardia de la ecología política mundial y de la economía del decrecimiento.


Nota

[1]   Es interesante observar que los pocos partidarios de decrecimiento para Centroamérica que viven en el Norte están motivados por alarmas de inseguridad y miedo a una “diáspora”. Jacques Rogozinski se pregunta en su columna del diario Milenio, del 25 de mayo de 2021, con respecto a la cooperación para el desarrollo del istmo centroamericano: “¿Qué significaría en términos de inseguridad o migración tener más estructuras viales entre los países?”


Referencias

Gadrey, J. (9 de diciembre 2019). Les curieuses réponses de Piketty à mes critiques sur la croissance et les biens communs. Alternatives Economiques.

Piketty, T. (7 de diciembre de 2019). Entrevista con Reporterre.

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