Cada día es 8 de marzo:
Trabajo invisibilizado tras la desaparición forzada

Algunas no pudimos detenernos ni siquiera durante el tiempo que duraban plantones y marchas, en la medida que el cuidado de otros no podía esperar. […] Las mujeres aportamos casi sin medida con nuestros trabajos un flujo ininterrumpido de tareas, disposiciones, compromisos y, por si acaso, responsabilidades que permanecen invisibles a los ojos de la sociedad, incluso de quienes tenemos más cerca.

Cristina Vega, La vida en el centro

Empecé a escribir estas líneas algunos días antes del 8 de marzo, reflexionando sobre todo aquello que dejamos de ver al poner el foco en las marchas del Día de la Mujer Trabajadora que transcurren, más que nada, en contextos urbanos. Lo hago después de haber participado por años en el tejido comunitario que, en estas fechas, pero también de forma cotidiana, denuncia el trabajo de cuidados como algo invisible, no remunerado y llevado a cabo históricamente por las mujeres. Pero no escribo desde ahí, desde Barcelona, donde empecé a formarme en el feminismo, sino desde algunas comunidades de San Luis de la Paz, en el centro de México, asumiendo mi lugar de enunciación como mujer blanca y europea, y reconociendo otras formas de organizarse desde lo común por parte de mujeres que no necesariamente se autonombran bajo el paraguas de los feminismos.

Escribo, entonces, viviendo entre mezquites y nopaleras, bajo el sol que ilumina terrenos áridos en el bajío mexicano, donde las ausencias que históricamente han acompañado a las mujeres, a causa de la migración mayoritariamente masculina hacia los Estados Unidos, hoy se agudizan por la desaparición forzada. También en marzo, pero de 2011, un grupo de 22 hombres salieron de rancherías cercanas a San Luis de la Paz, Guanajuato, con el objetivo de sostener económicamente a sus familias, pero desde ese momento se encuentran desaparecidos.

San Luis de la Paz se encuentra al noroeste de Guanajuato y es la cabecera municipal de 453 pequeñas localidades; algunas de ellas se encuentran cercanas al municipio, otras a varias horas de camino a lo largo de la sierra. Como el resto del estado, San Luis de la Paz tiene una larga tradición migratoria a Estados Unidos. Muchas mujeres restan en las comunidades, mientras son los hombres los que históricamente se han ido “para el norte”. La migración es el tema cotidiano de conversación: peluquerías, tiendas de abarrotes, ferreterías y calles se llenan de pláticas sobre ese vecino “al que le tocó suerte” y ya llegó a Estados Unidos, sobre otro grupo que tiene pensado irse, o sobre los tamales que la señora enviará a su hijo a través de alguien que “está arreglado” —que tiene los papeles— y va a salir para Texas esta semana. Las videollamadas con los familiares migrantes son una constante; algunos no vuelven, otros mandan remesas para terminar de construir sus casas o negocios con la ayuda y mano de obra de los familiares que se quedaron. Las Navidades son el momento más esperado de las rancherías: aquéllos que tienen visa regresan por unos días y entonces se concentran todas las bodas, los cumpleaños y los XV años, de manera que los bailes y los festejos son diarios. 

En México, se establece un vínculo estrecho entre violencia extrema y migración. La “guerra contra el narcotráfico” declarada en 2006, por el entonces presidente Felipe Calderón, y el endurecimiento de las fronteras con Estados Unidos —el cual ha ido en auge desde 1989 hasta la actualidad— han sido factores que han posibilitado un continuum de violencias que, actualmente, convierten “a México en el país más violento del mundo para los migrantes en tránsito” (Amarela Varela Huerta, 2017, “Las masacres de migrantes en San Fernando y Cadereyta”. Revista de Ciencias Sociales, núm. 58, p. 135). En el caso de San Luis de la Paz, siguiendo la tradición migratoria del estado de Guanajuato, los 22 migrantes que salieron en 2011 se dividieron en dos camiones para viajar, desde la carretera 57 que conecta San Luis de la Paz con Estados Unidos, hacia Monterrey, para posteriormente llegar a Camargo, Tamaulipas, donde se resguardarían en un hotel para que un “coyote” los cruzara. Fueron guiados por un coyote de Dolores Hidalgo —aún desaparecido—, a quien a su vez lo acompañaba otro vecino de una comunidad de San Luis de la Paz (la única persona del grupo que fue encontrada sin vida en una de las 47 fosas clandestinas ubicadas en 2011 en San Fernando, Tamaulipas). De esta manera, 22 vecinos de rancherías de San Luis de la Paz siguen desaparecidos, y junto con ellos se sabe que, por lo menos, viajaban también dos hermanos de Hidalgo, aunque en esas fechas son numerosas las desapariciones de migrantes y traileros que se dirigían al norte.

El 21 de este mes se conmemoran 12 años de su desaparición forzada. A pesar del tiempo transcurrido, sus familias siguen esperando su regreso a casa. Para buscarlos y mantener viva su memoria, sobre todo las mujeres, se han organizado en torno al colectivo Justicia y Esperanza, espacio creado a unos meses de su desaparición y conformado por madres, esposas, hijas, hermanas y sobrinas —con el apoyo también de algunos padres, hermanos y sobrinos de los desaparecidos—, mismas que se han ido relevando a lo largo de los años para evitar el desgaste. Desde su lucha hasta encontrarlos, ellas, con sus respectivas familias, siguen sosteniendo la vida de sus hijxs, personas mayores, animales y territorio en un contexto atravesado por múltiples capas de despojos.

Mientras observaba cómo doña Lola bordaba sin perder el ojo a los borregos que su hijo le encargó antes de irse a Estados Unidos ese marzo; mientras Eve alistaba una olla común de café para compartirla con el resto de familias durante las tareas de búsqueda de su hermano y de tantos otros; o mientras Ángela, antes de salir a una junta con autoridades derivaba el cuidado de sus hijos a su suegra y cuñada frente a la desaparición de su esposo, pensaba: ¿qué experiencias dejamos de mirar cuando fijamos la mirada en las marchas del 8 de marzo?, ¿qué otras luchas cotidianas, en contextos atravesados por violencias, no se nombran desde los feminismos a pesar de que sean mujeres las encargadas de sostener el tejido comunitario?, ¿qué sucede, en poblaciones rurales, mientras marchamos en las ciudades?

La invisibilización de los trabajos de cuidado frente a la desaparición forzada

La desaparición forzada implica, además de múltiples impactos individuales y comunitarios —como enfermedades, reestructuraciones familiares, cambios personales y laborales—, el aumento de los trabajos no remunerados e invisibilizados tanto fuera como dentro del hogar. Entre ellos podríamos distinguir las tareas de búsqueda, llevadas a cabo mayoritariamente por mujeres que rastrean, tanto en vida como en fosas clandestinas, a los más de 109 mil desaparecidos que actualmente hay en el país.

Converso al respecto con Ángela mientras termina de burbujear, en una olla enorme, el guiso de garbanzos que preparamos para el aniversario de la escuela primaria de la comunidad. Le agrega el comino, y me explica que son ellas las encargadas de buscar porque los hombres tienen otros trabajos que implican “más responsabilidad”. Al día siguiente, tomando café con Eve, afirma que ellas son las que pueden salir a las búsquedas porque lo hacen “sin que haya una repercusión económica en la familia, ya que son los hombres los que proveen la comida y la ropa para poder sobrevivir”. En ese momento sus hijxs entran a la casa y dejan las mochilas en el piso. Uno de ellos le dice que al día siguiente tendrá que ir a buscar los uniformes a la secundaria; el otro, que justo después tendrá una junta en la preparatoria. Eve respira hondo, me mira, y me dice que este tipo de trabajos también se suman a las tareas de búsqueda: la conciliación familiar y los cuidados frente a las ausencias.

Una de las explicaciones de la presencia de mujeres en las búsquedas recae, entonces, en la invisibilización y no remuneración de los trabajos de cuidados. Entretanto, los hombres llevan a las casas el único sueldo que las familias reciben. Algunos lo hacen desde Estados Unidos. Otros, desde sus jornadas en la construcción, en fábricas textiles, en los pocos campos fértiles que quedan dado las sequías, o en otros terrenos que, gracias a apoyos gubernamentales, tienen invernaderos y sistemas de riego que permiten cosechar chiles, zanahoria, espárragos, brócoli, frijol o frambuesas, que directamente se exportarán para alimentar a familias estadounidenses. 

Tanto Ángela como Eve me dicen convencidas que “si nosotras no buscamos a nuestros familiares, no los busca nadie”, ya que el Estado no realiza ese trabajo del cual debería de encargarse. Lo que pone en relieve todo lo anterior es la actual feminización de la búsqueda que, como nos recuerda Carolina Robledo, si la entendemos “como un trabajo no remunerado desde una perspectiva feminista, podemos plantear una mirada menos romantizada de esta actividad y reconocer sus verdaderos impactos”. Ella misma agrega que las tareas de búsqueda, entonces, pueden pensarse como “otro de los trabajos de cuidado no remunerado y poco valorados, cuya responsabilidad recae principalmente sobre las mujeres con poca atención e inversión por parte del Estado y por la sociedad” (2022, “La búsqueda como trabajo no remunerado”. Adónde van los desaparecidos, 26/05/2022).

Foto: Helena Fabré Nadal.

Otro de los motivos por los cuales salen a buscar, según Lola, es porque ellas, las mujeres, “sienten más”. El viento sopla fuerte mientras cae el sol en esa hora en la que la tierra árida se ve casi dorada y reunimos a los borregos porque ya se les terminó su tiempo de pastura. “Y siento, tú, Helena” —interrumpe Lola— “que él ya no lo tiene en la mente porque ya no pregunta, en cambio yo lo traigo como si lo tuviera grabado”. Lola se refiere a su esposo, quien se fue a Estados Unidos, como tantos hombres, cuando el Güero —tal y como nombran a José Humberto, su hijo ahora desaparecido— apenas empezaba la primaria. Su esposo, después de 14 años de haberse ido para el otro lado, decidió regresarse al rancho con su esposa tras esperar a su hijo en marzo de 2011 y no saber nada de él.

En unas comunidades habitadas mayoritariamente por mujeres que cuidan y reciben remesas, son ellas las encargadas, no sólo de la memoria, sino también de tejer estrategias de olvido y de silencio siempre que éstos sean necesarios. Ángela, ya con los garbanzos listos y a pocas horas del festejo en la escuela, me cuenta que cuando ve a su suegra se mide y no le externaliza todos los recuerdos que tiene de Valentín para no lastimarla. “Cuando se nos fue la esperanza de encontrarlos en los primeros meses y ya nos hicimos la idea que no los iban a encontrar así de rápido, yo a ella […] ya no le digo cosas para no transmitirle falsas esperanzas. Cuando es el cumpleaños de Valentín yo ya no le digo porque se pone triste”. El olvido estratégico, entonces, también aparece como una forma de proteger a las personas que las rodean, otra forma invisibilizada de cuidar realizada por las mujeres frente a la violencia.

Más allá de las mujeres que encabezan las búsquedas, también existe un apoyo familiar que permite que los cuidados y la vida sigan mientras ellas varillan cerros en Guanajuato, o pegan carteles en la ruta que probablemente ellos siguieron para llegar a la frontera norte. Sería importante poner atención, entonces, a la red que colectiviza los cuidados y posibilita que otras salgan de sus casas para irlos a buscar. Ellas guían un camino en el que dejan claro que el 8 de marzo se materializa en la práctica cotidiana. Éste se plasma entre las ollas enormes que alimentan a toda una familia, en el cuidado rotativo de lxs hijxs, de los animales y del territorio, en el sostenimiento de la vida en común que indiscutiblemente conlleva lo político.

Colectivizar los cuidados frente a las ausencias

“Hay tres ausencias”, dice Eve. “En mi caso existe la ausencia del esposo, que está en Estados Unidos, la de mi hermano desaparecido y la mía cuando salgo a buscar”. Frente a este escenario donde hay distintas personas ausentes, las mujeres de la comunidad recurren a estrategias de apoyo mutuo para llevar a cabo los cuidados de lxs hijxs.

Los diferentes miembros de las familias comparten un mismo terreno con un solo patio, a veces hasta una misma cocina que termina siendo el espacio de reunión. Esta cercanía, confianza y apoyo permiten que cuando una mujer sale a buscar, las otras se encarguen del trabajo en casa, sobre todo cuando hay hijxs menores de edad, como sucede en la mayoría de las familias buscadoras. “Sobre todo es una red de apoyo”, agrega Eve. “Mi mamá y mis tres hermanas le echan un ojo a la casa cuando no estoy”.

“Son redes de confianza y de cercanía, con mi familia siempre hemos tenido esta confianza, que cualquier cosa que pasaba me decían, y como compartimos el mismo patio, siento que aún más”, dice Ángela desde su cocina con paredes inacabadas que afirman materialmente la ausencia de su esposo, quien se iba a Estados Unidos con el objetivo de terminar la casa que ahora quedó detenida en el tiempo. “Te seguimos buscando”, se lee en su ficha de búsqueda colocada al lado de los fogones humeantes. “Cuando salgo, mi cuñada me dice fui a una reunión en la escuela y tus hijos necesitan esto, lo otro… con ella tenemos un lazo muy estrecho desde que desapareció mi esposo, me dice yo contigo tengo cosas que te he platicado que a nadie más le cuento”.

Foto: Helena Fabré Nadal.

Las relaciones familiares se reconfiguran después de la desaparición: abuelas cuidan a sus nietxs frente a la ausencia de sus hijos y la de sus nueras que salen a buscarlos, otras lo hacen con sus sobrinxs; las redes entre mujeres se fortalecen. Las fronteras de lo doméstico se difuminan: la familia nuclear no termina ni empieza en el portón de la casa, sino que ésta se extiende a través de los patios o terrenos compartidos, de las cocinas donde las abuelas alimentan a lxs nietxs cuyas madres salieron a buscar. Esta forma de poner en común los cuidados emerge desde las fracturas, los despojos, las ausencias, desde la necesidad de tejer estrategias para sostener la vida frente a la violencia y la individualización. Si éstos no se colectivizaran y no hubiera mujeres que se quedaran para cuidar, otras no podrían participar de las búsquedas. Sin embargo, habría que evitar la esencialización o romantización de estas tareas que se activan dada la ausencia de miembros en la familia, resultado, como ya dije, de la inacción del Estado frente a las labores de búsqueda, de identificación y de no repetición.

La comunidad tampoco es un espacio uniforme ajeno a las violencias, al machismo. En algunos de los casos, las mujeres salen a buscar recibiendo críticas. “Se espera que estemos muy apegadas a lo que es una mujer que tiene que estar en casa, es mal visto que la mujer salga, que la mujer tome sus propias decisiones, porque en el caso de la mujer tienes que pedir permiso para hacer las cosas, tomarle el consentimiento […] nadamos a contracorriente porque el machismo aún radica mucho, además de ser nosotras las que salimos a buscar, no las autoridades, somos juzgadas”, dice Eve. “Los ingresos que recibimos ya no van destinados a tener una mejor calidad de vida, sino a los trabajos de búsqueda”, agrega.

Las integrantes de Justicia y Esperanza reivindican este quehacer, su lucha constante para encontrar con vida a sus familias. Buscarlos en Guanajuato mientras saben que otras lo harán en la frontera norte, a lo largo del camino que ellos posiblemente tomaron para acercarse a Estados Unidos. Ausentarse semanas para ir a pegar carteles y fotografías a lo largo de las rutas migratorias y presentarse frente cárceles, hospitales, Semefos (Servicio Médico Forense). Aun así, todas saben que quisieran tener otros anhelos, otros sueños, recorrer el país como turistas y no como víctimas, como dice Eve. Y al escucharla, recuerdo una tarde de febrero, descansando del intenso sol bajo la sombra de un huizache que empezaba a sacar las primeras flores amarillas. Cansadas y en silencio, comíamos una torta y un jugo después de una búsqueda. Mirando hacia el cerro que acabábamos de varillar, Sonia dijo: “Si la situación del país no estuviera así, si no estuviéramos en esta situación, quisiera hacer senderismo, subirme al cerro por gusto, no por buscar, y saber que regresaría bien”.

Sembrar la vida en los territorios donde se sembraron las ausencias

En las rancherías de San Luis de la Paz no sólo está presente el cuidado hacia la casa, hacia lxs hijxs y hacia las personas desaparecidas, sino también hacia los animales, las plantas, los campos. Caminamos con Lola y dejamos atrás antiguas cosechas que ahora son hectáreas ocupadas por paneles solares, cuya energía claramente no beneficia a los habitantes de las rancherías cercanas, quienes de forma constante tienen interrupciones en el servicio eléctrico. Hablamos de cómo cambiaron sus tareas de cuidado desde que su hijo desapareció. “Antes yo no me dedicaba a andar en el campo”, dice. “Hay veces que dejo los animales sin comer cuando salgo a la búsqueda, el tiempo no me deja dejarles todo preparado”, agrega. Lola cuida a más de 20 borregos que su hijo le dejó antes de irse. Habían acordado que, con parte de las remesas, ella compraría bultos de alfalfa para mantenerlos. Antes de su partida le prometió que no se iba a deshacer de ellos. Ante la falta de remesas, Lola, unos meses después de la desaparición, decidió salir a pastorearlos acordando cuidar unas parcelas a cambio de que la dejaran pasear a sus borregos. 

Foto: Helena Fabré Nadal.

El cuidado hacia sus animales y hacia el territorio es otra forma de resistir en un contexto de múltiples despojos, donde la siembra se ha visto sustituida por la industria maquiladora y los grandes invernaderos centrados en la exportación a Estados Unidos. Es un paisaje que, como nos recuerda Daniela Rea en el Recetario para la memoria de Guanajuato, “se volvió un desolado híbrido entre lo agroindustrial y lo industrial” (“Aquí había un campo”). Además de la resistencia, ese cuidado hacia los animales y los campos le ha permitido a Lola salir de su casa y, por lo tanto, ha significado una forma de sanar —aunque no haya momento en que no piense en su Güero—, “pero si me quedo ahí pienso en puras cosas tristes”, dice.

Por otro lado, en medio de esta región afectada por las sequías y por las manos del capital, un grupo de mujeres de la comunidad, impulsado por algunas integrantes de Justicia y Esperanza, se reúnen semanalmente para rehabilitar uno de los pocos espacios comunitarios que existen en su ranchería, un campo de fútbol que ellas mismas decidieron desquelitar para que el equipo de mujeres y el de hombres volviera a jugar. El trabajo comunitario hacia el territorio reafirma las redes entre las personas que lo habitan y permite el fortalecimiento de espacios de recreación que van más allá de la violencia. Espacios donde nadie más tenga que pasar por la experiencia de las familias del colectivo, quienes día a día trabajan para la no repetición, tejiendo, creando y caminando territorios donde las personas no desaparezcan.

Últimas líneas para seguir pensando

El trabajo de las mujeres de Justicia y Esperanza y de sus vecinas, con quienes habitan un entorno atravesado por múltiples violencias y despojos, es una constante para sostener y reafirmar la vida en territorios donde se sembraron las ausencias. Como nos recuerda Cristina Vega en La vida en el centro (2021), esta forma de poner en común los cuidados a partir de tramas comunitarias, con sus prácticas “heterogéneas y multiformes”, es “potencialmente anticapitalista” (pp. 118-119).

Las mujeres que hacen posible estas reflexiones reafirman lo comunitario frente al individualismo. Aunque sin enunciarlo explícitamente, nadan a contracorriente del capitalismo, que rompe toda red de apoyo mutuo que nutre la vida en común. Y lo hacen como pulsión de vida, para seguir adelante a pesar de todo. Igual que lo hacen cuando salen a buscar, siendo mujeres, a pesar de lo que les implica recordar que son ellas quienes tradicionalmente se han quedado en las cocinas, desde donde también hacen memoria. O cuando marchan cada 10 de mayo para exigir el regreso con vida de todos los hijos de San Luis de la Paz y cada 30 de agosto para exigir que nadie más desaparezca. Las protagonistas de estas luchas indiscutiblemente abonan al tejido comunitario y también nutren las luchas antipatriarcales, pero ellas no necesariamente se sienten llamadas a marchar este 8 de marzo ni se nombran feministas.

En este sentido, mientras que en las calles de Guanajuato y de León las mujeres marchan, poniendo el cuerpo para recordar que no estamos todas, que nos faltan todas las compañeras desaparecidas y asesinadas, en San Luis de la Paz, a 120 y 200 kilómetros, respectivamente, las mujeres, sin reconocerse con los feminismos, realizan otras luchas para la reproducción de la vida frente a la violencia.

Reivindico las marchas organizadas por mujeres de la ciudad y de la periferia urbana, por mujeres que día a día resisten para regresar con vida de sus universidades, trabajos o fiestas. Mujeres que tomamos las calles inundadas de violencia para decir que no queremos que nos falte ni una más. Sin embargo, hay que recordar que todos los movimientos de mujeres que luchan desde abajo son diferentes y reconocer también los matices. Entender que detrás del 8 de marzo hay múltiples realidades, vivencias y diferencias. Mujeres con historias, trayectorias y miradas distintas que hacen posible la lucha diaria por el sostenimiento de la vida ante el despojo y el capital.

Todas aquéllas que conforman Justicia y Esperanza, sin compartir conmigo el origen, la edad, la clase, el estado civil, la religión ni el feminismo, son las compañeras que me agarran de la mano y me dejan claro, desde sus prácticas cotidianas, que, en los territorios donde se sembraron las ausencias, el único camino posible es sostener la vida, y ésta sólo se sostiene si se hace en común.

Para José Humberto, Valentín, Samuel, Fernando, Miguel Ángel, Héctor, Ricardo, Gregorio, Antonio, Alejandro, Miguel, Juan Manuel D., José Luis, Rafael, Juan Manuel R., José Antonio, José Manuel, Mariano, Ángel, Isidro, Raúl, Santos Eloy; con mucho cariño, los esperamos de regreso a casa.

¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!


Referencias

Vega, Cristina. (2021). “Rutas de la reproducción y el cuidado por América Latina: Apropiación, valorización colectiva y política”. En M. Menéndez Díaz y M. García (comps.), La vida en el centro: Feminismo, reproducción y tramas comunitarias, Bajo Tierra Ediciones.

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