Brasil: el empate catastrófico en la segunda vuelta electoral

Brasil, con 215 millones de población, 8.5 millones de km2, la décima economía global y una sociedad agobiada por la desigualdad, es una presencia decisiva en América Latina y en el mundo. En 2018, sorprendió con el triunfo electoral de la ultraderecha alineada y subordinada al nacionalismo reaccionario estadounidense, pero ella misma está sometida al capital financiero global, sin proyecto soberano nacional. En esas elecciones Lula da Silva estaba impedido de ser candidato por haber sido recluido en la cárcel, sin pruebas que justificaran tal hecho, por un juez que se encumbró en el lawfare con el aval de sus pares de los Estados Unidos. Bolsonaro fue entonces y es ahora el candidato de las corporaciones transnacionales y de las políticas ultraliberales transnacionalizadas de la actual globalización.  En lo interno, es expresión de un autoritarismo reaccionario radical con apoyo de masas. 

La fuerza política de la ultraderecha liberal tiene una base social amplia: está asentada en una prepotente, agresiva, hipócrita e hiperconservadora clase media y alta empresarial, urbana y rural, acostumbrada a mandar desde tiempos del Imperio,  que paradójicamente combina bien con la ideología fanáticamente religiosa, jerárquica y sometida de pastores pentecostalistas, líderes de grandes franjas de grupos de trabajadores pobres. Su influencia anida en el sentido común de una población popular imbuida de concepciones fatalistas y de una conciencia elitista y patriarcal de patria y nación subordinada a los militares, que siempre se asumieron como el cuarto poder conservador en el país. La gran masa popular subalterna es la base de sustentación de un centro político formado por políticos parlamentarios empresariales, oportunistas y patrimonialistas, de nivel federal, estatal y municipal, que combina viejas reminiscencias de subordinación al viejo coronelismo de los mandones del campo con el carácter mercantilista cosificado que predomina en la sociedad urbana (más del 90% de la población vive hoy en ciudades), en las relaciones sociales en general y en los políticos del sistema conservador. 

Hay, empero, un elemento circunstancial en la actual ascendencia política de Bolsonaro: la crisis del Estado que afloró a partir del fin del auge exportador de commodities para China, que tensó la cuestión interna de quién pagaría en una situación de necesidad los dineros para administrar una sociedad con múltiples reclamos. Esto llevó a la explosión de inconformidad de millones de jóvenes populares activos que de manera espontánea, sin conciencia política crítica avanzada, en 2013 cuestionaron las políticas insuficientemente progresistas y demasiado conciliadoras con las oligarquías empresariales de la expresidenta Dilma Roussef, sin que las gestiones de ella o de su antecesor, Lula, se hayan atrevido a promover las necesarias reformas para enfrentar graves problemas históricos, estructurales e institucionales del país. Sus políticas de administración progresista del Estado fueron producto de la dirección gubernamental de un grupo dirigente del Partido de los Trabajadores que se ufanaba de sus orientaciones sociales y públicas en favor de las mayorías al sacar a más de 40 millones de brasileños de la extrema pobreza, y que no obstante mantuvo intacta la relación de fuerzas bajo la supremacía de las fuerzas históricas del capital. Esos gobiernos progresistas que invirtieron grandes recursos en políticas públicas en educación superior, salud popular (sistema único de salud), en vivienda popular y en políticas sociales para menguar la pobreza extrema y la violencia social, arroparon al capital financiero y al agronegocio, avalaron la participación militar despótica de Brasil en las fuerzas de intervención de las Naciones Unidas en Haití, continuaron con muchas prácticas corruptas clientelares de la clase política tradicional e ignoraron que el cambio no son sólo dádivas económicas y crear infraestructura para la acumulación, por lo mismo no diseñaron políticas para modificar la situación intelectual y moral subalterna de las mayorías populares de la sociedad. De esa crisis surge el poder de masas de Bolsonaro que fue capaz de reconducir hacia la ultraderecha la inconformidad social surgida de la crisis.

La elección del 30 de octubre próximo es la realización de una segunda vuelta electoral. Según las encuestas de última hora el candidato Lula tendría 6% de votos más que el actual presidente Bolsonaro, alrededor de 52% frente a 46 %, con cierto margen de error. Estados claves del trecho final de la campaña en este momento son: Sao Paulo, Minas Gerais y Rio de Janeiro. Cualquiera puede ganar, a pesar de que Lula tiene hoy una ligera ventaja. 

La campaña electoral de esta segunda ronda acentuó la confrontación política y la lucha por obtener el apoyo de los partidarios activos de los candidatos desplazados que participaron en la primera vuelta. Los que obtuvieron un porcentaje significativo, como la representante políticas del agronegocio, del Partido Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), Simone Tebes, que logró el 7 % de la votación, decidieron su apoyo a una de las dos fórmulas. Ella decidió apoyar a Lula después de obtener de éste el compromiso de seguir financiando con políticas de Estado a sus representados, el sindicato de patrones rurales. Otros candidatos se aliaron con la fórmula de Bolsonaro. De todas formas no ha habido un traslado mecánico de los votos y eso se demuestra en los porcentajes de posible votación recogidos por las encuestas. 

Protestas contra el racismo en Brasil, 2020. Foto tomada de Portuguese Language Blog.

Este mes se acentuó la violencia y los mensajes falsos virtuales por parte de los partidarios del líder popular de la ultraderecha, el mesías Jair Bolsonaro. El domingo pasado el exdirigente del Partido Laborista de Brasil, el antiguo PTB, Roberto Jefferson, que estaba en prisión domiciliaria por delitos de corrupción, fue reclamado por la Policía Federal para volver a la prisión por decisión del Supremo Poder Judicial y recibió en su casa al delegado de la policía y sus agentes a balazos y con granadas. Su consigna fue el apoyo a Bolsonaro y la resistencia a las leyes emitidas y apoyadas por el Supremo Poder Judicial. En la semana anterior los partidarios de Bolsonaro en Brasilia agredieron a golpes en las calles a varias jovencitas que tenían en sus ropas propaganda a favor de Lula. Por otra parte, las fake news más insólitas han estado a la orden del día. Una de ellas es sobre que Lula cerraría las iglesias evangélicas si triunfaba. Otra le atribuye buscar la formación de un gobierno comunista al cabo de su triunfo.

Pero ¿qué son las elecciones para presidente en un país como Brasil? Miden el grado de influencia social de las dos propuestas y fuerzas políticas adversarias. A partir de los resultados de la primera vuelta del 2 de octubre pasado (Lula 48.3 % y Bolsonaro 44,3%) quedó claro que la corriente cínica, irracional, violentista, bárbara, militarista, privatista de Bolsonaro tiene apoyadores con poder económico, social y político y posee una gran influencia en el mundo evangélico de las periferias urbanas, en el mundo rural extractivista y de agronegocio, en los militares y en la clase política que conoce los rituales electorales y el mundo parlamentario.  Además, considera a la política como una ocasión para hacer negocios privados y dirige franjas del mundo paramilitar que tiene el control de ciudades tan importantes como Río de Janeiro.

Lula en cambio representa a los trabajadores urbanos y rurales y a sectores democráticos de clase media, a las mujeres, negros y grupos identitarios que luchan por derechos. Además tiene el apoyo de sectores de las clases dominantes que se interesan en mantener una país con estabilidad y un grado razonable de gobernabilidad democrática en que puedan hacer avanzar sus negocios, como el agronegocio y el capital industrial y financiero. Tiene, por otra parte, una gran aceptación de la comunidad internacional. Fue presidente de 2003 a 2010 y la constitución de su país le permite ser candidato una vez más. 

En Brasil, a lo largo de estos cuatro últimos años del gobierno Bolsonaro se debilitó el aún frágil pero importante consenso democrático liberal introducido por la constitución de 1989, bajo dirección de políticos afines al bloque industrial-rentista-extractivista, consenso que combinaba derechos sociales con políticas de ajuste y la profundización del capitalismo dependendiente, mismo que, sin embargo, daba cabida a una disputa por la administración del Estado y permitía la crítica. Bolsonaro expresa bien el declive de ese consenso: su crítica es contra ese orden democrático liberal, contra los derechos económico sociales de las mayorías de la sociedad y contra de las identidades populares en lucha. Sus políticas demuestran que quiere avanzar hacia un régimen autoritario donde no haya cuestionamientos ni derechos populares, en que una élite viabilice prioritariamente la valorización del gran capital, privatice lo público y tome todas las decisiones al margen de las instituciones y las organizaciones sociales y civiles que alimentaron el consenso anterior, además de apuntalar un papel dominante de los militares (ya incluyó en su administración de 2018 a 2022, a siete mil militares en puestos directivos intermedios en la administración pública).

La política reaccionaria ultraliberal en estos cuatro años de gobierno de la ultraderecha fue de imposición de criterios mercantil capitalistas en todos los órdenes: la economía estratégica, la economía agraria, las empresas públicas, la educación, la salud, la vivienda, los servicios, la política, los auxilios económicos a las mayorías y a las instituciones públicas de educación y salud, que ha desatendido a partir de continuar  con un gasto público estancado y empleos formales y salarios mínimos a baja. Solamente hubo auxilio económico de emergencia en los meses de campaña electoral.

Pero todo eso da un Brasil dividido y empatado. El triunfo de alguno de los dos candidatos será acotado y habrá grandes dificultades posteriores para retomar un consenso y conducir el país hacia adelante. Será difícil administrar el Estado en una situación de empate catastrófico sin que alguna de ambas fuerzas sea capaz de obtener la hegemonía en la sociedad con las políticas y compromisos actuales. 

Si triunfa Bolsonaro es de preveerse que profundice la crisis del Estado y la destrucción institucional en beneficio del poder de militares, paramilitares, pastores mercantilizados, políticos patrimoniales empresariales y líderes agrarios sin conciencia ecológica medioambiental.

En el caso más probable que en estas dramáticas elecciones triunfe Lula da Silva, para que el progresismo tenga una opción de salida para la crisis actual y supere el acorralamiento de la ultraderecha que ya obtuvo una mayoría en el senado y muchas gobernaturas, necesita por lo menos innovar en dos sentidos: alentar la organización autónoma popular para dar lugar a un movimiento crítico político activo en la sociedad civil que acompañe su progresismo, y combinar la política de conciliación de clases con un llamado nacional a la realización de reformas profundas exigidas por la sociedad: la reforma política, militar, agraria, de medios de comunicación y del sistema judicial. 

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