BlackLivesMatter más allá del racismo 

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Los movimientos de resistencia y confrontación ante el racismo que se han visto durante las últimas semanas son un episodio más de una larga lucha cuyos ejemplos se pueden rastrear en diferentes latitudes: desde Bartolomé de las Casas hasta el actual BlackLivesMatter, pasando por las luchas de los aborígenes australianos, por citar sólo algunos de los ejemplos que se suelen pasar por alto. 

Sin perder de vista la compleja naturaleza de las luchas contra el racismo alrededor del mundo, esta lucha ha sido particularmente enconada en los Estados Unidos, donde han resurgido las evocaciones de la guerra de Secesión (entre 1861-1865), esa guerra fratricida cuyas heridas nunca terminaron de sanar.

Allí, lo que se denominó eufemísticamente la “cuestión negra” opuso a las regiones industrializadas del norte de los Estados Unidos a las zonas esclavistas del sur, en donde la mano de obra negra era la piedra angular de una sociedad primordialmente agraria.  

Pese a que el conflicto se saldó con la derrota de los Estados Confederados del Sur, la liberalización de los esclavos no produjo el establecimiento de una sociedad más igualitaria. Emancipada, la hasta entonces población esclavizada del sur de los Estados Unidos empezó a padecer del segregacionismo, con lo cual la situación de la igualdad de derechos de la población negra estadounidense continuó irresuelta. 

En ese país el discurso por los derechos de los afroamericanos encontró en las figuras de Luther King y de Malcolm X dos modelos apasionantes que continuaron la lucha por los derechos civiles y contra la segregación. Se trata, sin embargo, de figuras de cierta manera opuestas. 

Mientras Luther King se entronca en la tradición de una desobediencia civil comparable con la de Parks, Gandhi o Mandela, y cuyas fuentes en su país pueden encontrarse en Thoreau; Malcolm X preconizaba la reacción a la violencia mediante la violencia como única vía libre ante la negativa de los blancos a otorgar derechos a los afroamericanos. 

Estos dos modelos continúan inspirando las acciones de agrupaciones que buscan promover los derechos civiles y, particularmente, los de los negros. Por ello, en una parte de los discursos y acciones del movimiento BlackLivesMatter en los Estados Unidos, después del asesinato de Floyd en Minneapolis (25 de mayo 2020), se puede reconocer ecos de estos dos liderazgos.

Por supuesto BlackLivesMatter ha sobrepasado las fronteras y a partir del caso de Floyd se ha convertido en un fenómeno global. Varias razones lo explican, entre ellas la cobertura y difusión mundial de los medios de comunicación. Pero la experiencia real del racismo en muchos lugares del mundo es la razón principal detrás de la replicación de las denuncias por todo el planeta. 

Casos de violencia policial —como las muertes de Cedric Chouviat en París (3 de enero de 2020), Giovanni López en Ixtlahuacán, Jalisco (5 de mayo de 2020), Anderson Arboleda en Cauca-Colombia (21 de mayo de 2020), Joao Pedro Pinto en Rio de Janeiro (18 de mayo de 2020) o el arresto violento del líder indígena Allan Adam en Canadá (10 de marzo de 2020)— indican que el fenómeno es mucho más extendido y complejo de lo que se quiere reconocer. 

La ola de manifestaciones que continúa, y que ha adquirido en cada país rasgos distintivos, también ha sincronizado una denuncia en torno a varios problemas en donde se cruzan la desigualdad económica, la subordinación racial, la erosión parcial de la vida pública ciudadana y la soberbia de las autoridades, desde los policías hasta los gobernantes. 

Los ejemplos de resistencia y confrontación que se han dado en el último mes expresan por lo tanto la respuesta a la desigualdad y a la opresión, y en tanto portadoras de estas denuncias deberían contar con nuestro apoyo y solidaridad. 

Sin embargo, como justamente se trata de problemas tan complejos, reducirlos a una cuestión de índole exclusivamente racial, podría distorsionar nuestra capacidad de comprender estos problemas, así como empantanar las vías para encontrar sus respectivas soluciones.

Como Luther King y Malcolm X, Franz Fanon se interesaba por la desigualdad racial, particularmente en el norte de África y el Caribe, dos zonas en donde Francia tenía sus colonias. Sin embargo, aunque el problema sobre el que estas tres figuras reflexionaron parece ser el mismo, sus respuestas son totalmente diferentes.

Nacido en La Martinica, Fanon padeció en carne propia el racismo que ciertos sectores de la sociedad francesa ejercían contra las poblaciones de lo que todavía hoy se conoce como los territorios franceses de ultramar. Estas experiencias las vivió tanto en su natal Martinica, como en Lyon, donde estudió medicina, y luego en Argelia, en donde participó activamente en la guerra de la liberación del yugo colonial de este país.

El antirracismo de Fanon era, como se puede ver, también un anticolonialismo. Su perspectiva sobre el problema es mucho más compleja que la invitación al ojo por ojo de Malcolm X y es menos idealista que la invitación al cambio de actitud de Luther King. Fanon es mucho más pragmático. Sin necesidad de presentar la violencia como la única vía libre, la reconoce como una herramienta de lucha, justamente porque se trata de enfrentar al colonialismo, que es un régimen violento y discriminatorio. 

Más importante, sin embargo, es la mirada de Fanon sobre el problema de la raza. En su libro Piel negra, máscaras blancas, Fanon advierte sobre el riesgo de centrar la comprensión del problema de la desigualdad en su aspecto racial, pues esto lleva a caer en la trampa de naturalizar la idea de la raza e impide identificar correctamente la injusticia. Es justamente lo que está sucediendo actualmente con un sector del movimiento BlackLivesMatter.

Para Fanon, el origen de las desigualdades debe rastrearse en un problema de reconocimiento de derechos, sin centrarse en la idea de la raza. Sobra decir que su postura no implica una negación del racismo. El racismo existe y era el problema central al que se enfrentaba la argumentación de Fanon. Pero su propuesta es una advertencia sobre los callejones sin salida a los que conduce el reducir el problema del racismo a respuestas –la metáfora no puede ser más justa– “en blanco y negro”. 

De hecho, poner la lucha en términos raciales sería suscribir el relato colonial racista, dado que se estaría aduciendo que la violencia que se ejerce sobre la víctima tiene su fundamento en las características raciales de quienes la perpetran. La consecuencia de esto sería la promoción de la hostilidad y el desprecio hacia otras personas debido a su color de piel, es decir, la admisión de las diferencias raciales y la práctica de un racismo, sólo que a la inversa.

De esta manera podría, por ejemplo, ser interpretada la “guerra de las estatuas” que se ha desencadenado en el marco de las movilizaciones de BlackLivesMatter. En una mímesis de la segregación racial, las estatuas de Colón, Churchill, Roosevelt, Colbert, entre otras, han sido derribadas o pintadas, como expresión del descontento, la ira y la resistencia de los manifestantes. Su carácter “blanco” deviene objeto de una sanción, cuyo epítome sería la exclusión del espacio público.

Como Fanon lo sugería en Los condenados de la tierra, la lucha por la igualdad debe pasar por la descolonización del pensamiento, es decir, pasar por un proceso de liberación, tanto personal como grupal, de las ideas que fundamentan los estados de subordinación. Muchas veces, esto requiere actos políticos, pero ante todo se trata de ejercicios psicológicos y culturales sin los cuales sería imposible confrontar los actos de subordinación y de sujeción a los que podemos estar sometidos en diferentes ámbitos.

En este caso concreto, descolonizar el pensamiento exige también controvertir la lógica del argumento racial y racista que en ocasiones inspira la destrucción de las estatuas. Si echar abajo una estatua supone la confrontación de un modelo racista, bienvenido el gesto. Pero si al hacerlo lo que se quiere promover e incitar es más segregación antes que más integración, ahí el gesto es equívoco. 

Derribar la estatua supone por lo menos dos riesgos: primero, la replicación de un eterno bucle racista, que conlleva a la segregación; y segundo, la arrogancia ciega de la memoria victimizada, que en un gesto de aparente liberación realmente invita a la desmemoria de un pasado injusto sobre el que debemos reflexionar para no repetir, en vez de olvidar y ocultar.

Antes que hacer justicia, al derribar a Colón y a Colbert, invitamos a la sociedad a perder de vista personajes sobre los que debemos poner nuestra mirada crítica y realizar un examen atento. Desde nuestro presente, debemos ser capaces de interrogarnos por qué se alzaron, qué conmemoran, qué nos invitan a recordar, y cómo debemos cambiar o continuar con respecto a lo que fuimos. Si desaparecen, si simplemente son objeto del juicio expedito de un “nosotros” contra los “otros”, estamos condenándonos nosotros mismos a perder los referentes, tanto los que queremos imitar, como aquellos de los que queremos alejarnos. 

Por todo esto, aunque los siglos de luchas contra el racismo han demostrado evidentes avances, aquellos movimientos que reivindican su resistencia exclusivamente en términos raciales están denunciado principalmente el problema de sostener la idea de una jerarquía, y por lo tanto una desigualdad racial. Sin embargo, considero que este tipo de resistencia señala únicamente el horizonte ideal de la igualdad sin apuntar correctamente al modo de lograrlo. 

En cierto sentido, el modo de resistir que han tomado algunos movimientos antirracistas como BlackLivesMatter se ubica en la cómoda postura del lugar moral correcto y sólo por esa razón supone que su lucha tendría que avanzar. Pero hay una diferencia sustancial entre la justicia de una lucha (por qué luchamos) y la justicia de sus vías (cómo logramos avanzar para alcanzar esa justicia).

Una lucha política no se puede sostener simplemente haciendo hincapié en la injusticia de que se es objeto, como en este caso; no basta con denunciar el racismo y la opresión para elaborar un discurso político convincente. En vez intentar juzgar el pasado de manera anacrónica, las reivindicaciones por la justicia deberían hoy estar inspiradas por las corrientes plurales de quienes las defendemos. Si las reacciones a las violencias policiales se han desencadenado en diferentes latitudes y han sido acompañadas por poblaciones de diferentes orígenes sociales, económicos y culturales, deberíamos aprovechar esta pluralidad para enriquecer el debate –mediante estrategias provenientes de diferentes tradiciones y experiencias–, nunca para simplificarlo y reducirlo a una oposición binaria.

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