Automotores, seguridad vial, pandemia y crítica

Moverse por las calles y vías suele estar asociado con el disfrute, incluso con la felicidad. La cultura popular asocia el caminar y divagar por la ciudad con la figura del flâneur; el automóvil con la velocidad; la motocicleta con la rebeldía; la bicicleta con el gozo de usar el propio cuerpo para generar libertad; el transporte público con la comodidad y la reflexión solitaria entre la multitud. Con variaciones, estas imágenes abundan en el cine, las series de televisión o los anuncios publicitarios desde hace décadas. 

Sin embargo, éstas suelen ser disfrutadas por pocos y en pocas ocasiones de los trayectos diarios. La realidad es que moverse en las ciudades del mundo es una actividad repleta de desplazamientos demasiado largos, congestión, encuentros y desencuentros en el espacio público que pueden devenir en conflictos y actos violentos, a veces hasta provocar la muerte. 

Entre todos estos conflictos destacaré los llamados “accidentes de tránsito”, que están lejos de ser un mero accidente, algo fortuito. Por el contrario, son parte intrínseca de un sistema vehicular basado en los automotores (autos, motos, camiones, autobuses, etc.) y su masiva circulación por ciudades capitalistas que los han utilizado para su crecimiento físico y económico. Incluso la URSS y China impulsaron la producción de automotores y su infraestructura para competir con el desarrollo occidental. Inevitablemente, donde haya automotores se producirán choques de vehículos, y no sólo por la probabilidad del encuentro de trayectorias, sino porque son parte del mismo sistema de automotores controlados por seres humanos. 

Manejar un vehículo siguiendo todas las reglas y precauciones existentes requiere de un conductor experimentado, con pericia y que no se distraiga de ninguna manera, ya sea al cambiar la estación del radio, manipular un objeto, desviar la mirada del camino o conversar con otro pasajero. También puede ser que esté cansado, enojado, etc. Vaya, más que de un humano se precisaría de un robot —y aun así, fallaría—. Al mismo tiempo, es necesario que estas características se extiendan a todos los conductores de los automotores que viajan cada día en cualquier parte del mundo —algo simplemente imposible—. Por ello, cerca de 1.35 millones de personas mueren al año en el mundo, el 90% de ellas en países en desarrollo: un serio problema que ha sido normalizada por la sociedad. 

El disfrute de moverse en ciertos vehículos y los accidentes viales no son una contradicción, sino parte de la ecuación de las ciudades capitalistas como entornos donde ciertos sectores gozan de más derechos que otros. Mientras algunos pueden disfrutar de moverse seguros por ciertas áreas urbanas, otros arriesgan sus bienes, su salud y la misma vida al cruzar por una esquina. Es aquí donde se manifiesta el conflicto de clases del espacio capitalista que reprime el disfrute continuo de la mayoría. 

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Eliminar los peligros reales del sistema de movilidad basado en los automotores, al igual que la contaminación que genera, no debe ser considerado algo imposible. El primer enfoque (radical) sería, sin duda, eliminar la dependencia social generada por el uso de los automotores, convirtiéndolo en un modo marginal de transporte. Esto no sólo implicaría una revolución total de la movilidad, sino también del desarrollo de las ciudades y del mismo sistema capitalista. Aún no puedo imaginar una utopía en donde no existan los automotores, pero sí en donde su uso sea marginal, pues su utilidad y flexibilidad son enormes.  

En los últimos años han surgido enfoques que, sin cuestionar el capitalismo y siendo incluso aceptados por sus mismas esferas de poder, comparten la idea de que los accidentes de tránsito son sistemáticos, predecibles y evitables.  

A finales de la década de los noventa surgió en Suecia la llamada “Visión cero”, con el propósito de lograr cero muertes en dichos incidentes. Es decir, que no pretende eliminar los incidentes, pero sí aspira a que no haya muertes. “Visión cero” reconoce el simple hecho de que somos humanos y comentemos errores, para lo cual establece que el diseño de las calles, su operación y seguimiento de las reglas son fundamentales para evitar que los incidentes sucedan. La movilidad se orienta así en función de la seguridad —no de los beneficios económicos—, al establecer como su principal herramienta la reducción de los límites de velocidad y su cumplimiento por tipos de vía. Esto implica una fuerte intervención del Estado, parte fundamental de las políticas de bienestar social abrazadas por los países nórdicos y su fuerte intervención pública en los mercados. 

No obstante, el enfoque dominante es el desarrollado por la OMS, que si bien reconoce las causas sistémicas de los accidentes de tránsito, busca crear un “sistema seguro” de transporte vial adaptado al error humano y a la vulnerabilidad de éste. La OMS se basa en los llamados “5 pilares de la seguridad vial”, los cuales implican: 1) gestión de la seguridad vial dentro de los gobiernos, 2) infraestructura segura, 3) vehículos seguros, 4) educación de los usuarios y 5) respuesta a los incidentes. Este enfoque, el de mayor aceptación en el mundo, sitúa la cuota de responsabilidad en las instituciones gubernamentales, mientras todos los usuarios de la vía deben de atenerse a las leyes y reglamentos individuales. A partir de él y bajo la declaración de Estocolmo, se han establecido metas para reducir las muertes por incidentes viales a nivel mundial hasta en un 50% en 2030.

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La pandemia de COVID-19 ha causado un incremento de los incidentes de tránsito mortales en diversas áreas del mundo. Al obligar a un confinamiento global de la población, las políticas para contener la pandemia generaron una reducción de los viajes, así como también eliminaron la congestión y redireccionaron parte de los servicios de emergencia y policiales para atender la emergencia sanitaria. Esto produjo una reducción de los incidentes viales, si bien miles de vehículos automotores pronto se encontraron circulando más rápido al no encontrar congestión y, con ello, los comportamientos imprudentes derivaron en más incidentes mortales (bajo el agregado de que los servicios de emergencia se encontraban estresados para atender la emergencia sanitaria). 

Como telón de fondo, las diversas crisis económicas y políticas neoliberales han generado una caída general de los ingresos y la precarización del trabajo. Debido a ello, en las grandes ciudades del mundo se ha experimentado un aumento de la venta de motos baratas y de servicios de reparto a domicilio a través de las aplicaciones de teléfonos inteligentes. Tal combinación ha impulsado, en medio de la pandemia, el auge de repartidores en bicicleta y moto para atender las necesidades de millones de personas: miles de viajes a diario sin las mínimas condiciones de seguridad, como un seguro de gastos médicos en caso de accidente, que terminan confiando la protección que su empleador debería proporcionar a redes de trabajo solidarias. Hablamos de repartidores que, además, están forzados a moverse lo más rápido posible para poder subsistir, por lo que facilitan la acumulación de ganancias de las grandes empresas a costa de arriesgar su propia vida. 

Mientras, las motos han resultado ser un vehículo sumamente barato para toda una población que puede utilizarlas tanto de manera personal —ante la falta de ingresos para comprar un automóvil— o bien como herramienta de trabajo. El problema es que se trata de un vehículo de supervivencia que es altamente riesgoso por el simple hecho de no contar con una protección exterior para sus usuarios. 

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Las críticas a los enfoques de seguridad vial que no reconocen la dependencia del automotor ni su papel en el sistema capitalista son, principalmente, dos: 1) que no ataca la raíz del problema y 2) que no distingue la importancia de los automotores para la acumulación de capital y la reproducción de las desigualdades.  

Por una parte, las políticas de seguridad vial pueden reforzar la propia dependencia de los automotores al establecer la ilusión de que se puede crear un sistema seguro basado en ellos, es decir, sin desafiar su misma existencia. Algo así como el oxímoron del “capitalismo con rostro humano” y su ilusión de que el capitalismo puede llegar a ser socialmente justo. 

Por otra parte, al no reconocer las necesidades del capital y el papel de los automotores, genera contradicciones y tensiones para las ciudades y países adoptantes. En las ciudades, el sistema capitalista busca sin descanso “la aniquilación del espacio mediante el tiempo”(Marx, Grundrisse, cuaderno V ), pues los desplazamientos lentos implican que la ganancia tarda en realizarse. Lo que persigue el capital es un proceso rápido en que los flujos sean tales que representen los mínimos costos y las máximas ganancias privadas. Si estos generan incidentes viales, tales costos se socializan —no los absorberán las empresas, como en el caso de los repartidores—.  Así que el propio impulso capitalista choca con la seguridad vial, y más aún en los países pobres que, bajo un enfoque neoliberal, facilitan la acumulación de la manera más rápida posible y con las mínimas regulaciones, para algún día alcanzar el desarrollo de los países del primer mundo.

Esto contrasta altamente con los países nórdicos en donde surgió la “Visión cero”, que durante años han desarrollado sistemas impositivos progresistas (los ricos pagan más) con una alta recaudación que permite el establecimiento de políticas igualitarias y fuertes inversiones en infraestructura. No obstante, al adoptar la idea de “Visión cero”, se espera que los países en desarrollo tengan las mismas capacidades que los países nórdicos, lo cual choca con los mandatos del mercado y sus capacidades materiales reales, además de generar la ilusión de que están escapando a las trampas de la pobreza. En contextos de países del tercer mundo, la “Visión cero” es más una promesa que algo realizable de forma inmediata —a menos que haya un cambio radical de las políticas económicas—. 

Resulta imposible comparar una megaciudad del tercer mucho como Lagos (Nigeria), con escasos ingresos, una base impositiva débil y que, en pocos años, ha alcanzado una población de más de 13 millones de habitantes, con Estocolmo (Suecia), con apenas 975 mil habitantes, altos impuestos y uno de los ingresos per cápita más altos del mundo: la acumulación histórica de infraestructura (capital físico) importa. 

Además, una crítica importante a este modelo reside en la intersección de desigualdades, como la económica y la racial. Por ejemplo, llama la atención que en Chicago la política de “Visión cero” haya sido desafiada por las comunidades de color, pues su implementación significaría dar más motivos a la policía para realizar detenciones y que los miembros de la comunidad estén más expuestos a los abusos policiales. Hablamos de comunidades con una gran dependencia de sus automotores para vivir, así que más multas y policías sólo significa más desigualdad y opresión, no más seguridad. En estas comunidades incluso se han desarollado “principios de la justicia de la movilidad”, con los que se busca reparar el daño causado por las injusticias históricas, enfatizando que la seguridad  de las comunidades va más allá de la protección sobre los autos.

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En la Ciudad de México se adoptó la idea de “Visión cero” en 2016 con la publicación del primer Programa Integral de Seguridad Vial (PISVI 2016-2018) que abarcaba diversas políticas, si bien las dos más importantes consistían en la reducción de los límites de velocidad y la implementación de un sistema de multas monetarias automatizadas mediante cámaras y radares de velocidad. 

Sin embargo, ambas rápidamente sufrieron un choque de popularidad con gran parte de la población y, en especial, con los usuarios de automotores. En una ciudad desigual y altamente congestionada, con largas jornadas laborales, trayectos y tiempos de traslado entre actividades, la reducción de la velocidad y las multas automatizadas se vieron como un elemento más de opresión, no de libertad ni responsabilidad social. 

Además, con serios problemas de corrupción en el país, las fotomultas fueron contestadas de inmediato, pues su implementación fue subrogada a una empresa privada, la cual contaba con objetivos cuantitativos de multas, de las que se llevaba gran parte del dinero obtenido sin asegurar reparación social directa o a las víctimas. Esto fue percibido como una política extractivista a favor de una empresa, con pocos beneficios sociales claros y comprobables (La evaluación de Programa Integral de Seguridad Vial 2016-2018 muestra que además no se cumplieron las acciones, metas y objetivos establecidos en el mismo). Multas que, por su formulación mecánica, no reconocían el error humano y, por el contrario, lo castigaban, política muy alejada de los principios originales de “Visión cero” y que generó una percepción de injusticia.

Mientras, las personas de altos ingresos escaparon fácilmente a este sistema al emplacar sus vehículos en otras entidades, aprovechando la inexistencia de un sistema nacional de registro de placas, multas y obligaciones fiscales que pudieran ser reclamadas entre Estados de la República. O bien las pagaban sin ningún tipo de aleccionamiento, pues en realidad afectaba poco a su bolsillo. 

Con el cambio de administración de la capital en 2018 por un gobierno de izquierdas con conocimiento de los problemas sociales de estas políticas, se cancelaron las fotomultas, se modificaron los límites de velocidad en varias vialidades y se adicionaron otras políticas.

En primer lugar, y tomando en cuenta los problemas económicos generales, las multas monetarias se sustituyeron por multas basadas en trabajo comunitario. Esto bajo la idea de justicia restaurativa y rehabilitación de los infractores mediante trabajos sociales directos, así como de educación a los conductores en sus obligaciones, de tal forma que se diesen cambios a largo plazo. El programa, ambicioso en sus objetivos, tiene la ventaja adicional de desmercantilizar los castigos y traducirlos en servicios a la comunidad –de tal manera que se aleja de toda filosofía neoliberal basada en el mercado, donde las personas de altos ingresos tienen ventajas sobre el resto de la población-. No obstante, para todos los emplacados fuera de la ciudad se siguen aplicando multas monetarias, con lo cual se han fortalecido los mecanismos para que los conductores cumplan con sus obligaciones.

En segundo lugar, en nueve tramos de vialidades (el 3.6% de las vías primarias de la ciudad) se decidió aumentar el límite de velocidad para acelerar los trayectos más lejanos (periferia-centro) y reducir los costos que la población padece por la congestión [1]. El resto de los límites de velocidad de la ciudad se mantuvieron sin cambios. 

Estas son solo algunas políticas de un paquete más grande con el objetivo de reducir los hechos de tránsito en el mediano plazo para la Ciudad de México (plasmado en el PISVI 2019-2024), que toma en cuenta tanto las desigualdades sociales como las económicas. El plan se acompaña de una inversión enfocada en la creación de un sistema integrado de transporte y una enorme expansión de la infraestructura ciclista de la ciudad para reducir la dependencia de los automotores particulares, especialmente en la periferia de la ciudad. No obstante, aún se requieren condiciones políticas y sociales para tomar acciones con un enfoque que permita superar la dependencia del automotor. 

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Las cifras totales de incidentes de tránsito mortales se “estancaron” en México desde 2018, incluida la capital, después de descensos continuos de varios años. En la Ciudad de México se observó, además, una recomposición estructural en los incidentes viales, en donde han crecido rápidamente los incidentes en motocicleta hasta alcanzar el 54% del total en 2020, en gran medida debido al enorme incremento de estos vehículos en la vía y a su vulnerabilidad inherente. 

Esto se han cruzado con una política mantenida a lo largo de varias administraciones: el impulso de la bicicleta como vehículo de uso urbano. Por su bajo costo de uso, su crecimiento ha sido grande, además de que se ha visto reforzado por los repartidores, lo que ha generado una conciencia social entre sus usuarios sobre la importancia de la seguridad vial (en especial la propia). 

La pandemia ha acelerado esta tendencia de recomposición de los incidentes. La misma llevó a la calle a más repartidores y más motos, así como menos tráfico que circula a mayor velocidad. Disparó el consumo de alcohol entre adultos mayores de 40 años y el manejo bajo sus efectos, al igual que invitó a muchas personas a montar en bicicleta como una forma más segura de viajar sin contagiarse. Mientras, las mismas políticas para atender a la pandemia que obligaban al confinamiento y al distanciamiento social, también requirieron posponer el cumplimiento e implementación de los trabajos comunitarios de las fotocívicas, así como limitar los controles de alcoholemia. 

La combinación de estas inusitadas circunstancias es que solo haya habido un ligero descenso de muertes viales en 2020, pues, a pesar del enorme descenso de fallecimientos de peatones y automovilistas, lamentablemente los incidentes mortales en moto han crecido y ahora representan el 38% del total. Asimismo, ha habido un incremento importante de ciclistas fallecidos. Esto ha desatado protestas de grupos ciclistas que demandan justicia para las víctimas de hechos de tránsito y “ni una muerte vial más”, para lo cual han pedido principalmente el regreso de las fotomultas y límites de velocidad menores. 

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Es claro que el deseo de disfrutar el viaje sin conflictos por la ciudad ha sido reprimido por las mismas condiciones materiales y sociales de la ciudad capitalista, que solo favorece al tráfico automotor. Sin embargo, en lugar de enfrentar dicha represión sistemática desde sus causas, muchos de los promotores de la “movilidad sustentable” se han centrado en buscar el castigo de los modos de movilidad no sustentables (los autos) a través de su sanción. Una especie de revancha política que disfruta del castigo social y legal sobre la construcción de alternativas reales en un contexto de alta desigualdad.  

Debido a la gran incertidumbre que existe hoy en día en las calles, se demanda la aplicación irrestricta de la ley, como si atenerse a un contrato que delimite las fronteras de lo que es posible disfrutar y consentir fuera la única manera de alcanzar el objetivo de moverse libremente y gozar de los entornos urbanos: el derecho a la ciudad. Y, sin duda, lo socialmente transformador no pasa por la “mecanización” de las reglas de convivencia vial y la represión en el nombre de la ley – incluyendo a los mismos ciclistas-. La experiencia de utilizar políticas punitivas y de cero tolerancia no han sido positivas y es poco probable que sea lo que realmente se quiere cuando se busca disfrutar de la ciudad.

La transformación, como ha sido señalado en Chicago por las comunidades afroamericanas, pasa por reconocer las injusticias, reparar el daño, encontrar maneras de convivencia colectiva, de respeto mutuo, redistribuir la riqueza y, sin duda, eliminar la dependencia de los automotores.

*Agradezco los comentarios de Georgina Cebey, cualquier error u omisión son responsabilidad del autor. 


Notas

 [1] Estos tramos se considera que permiten alcanzar velocidades de 80 km/hr de forma segura, puesto que no contienen intersecciones o no hay cruces continuos de peatones, al igual que otras vías, como los carriles centrales de Periférico. Inicialmente se consideró que fueran 11, pero en dos de ellas se canceló el cambio por la presencia de transporte público (Metrobús). En el caso de Insurgentes sur, su velocidad se estableció en 60 km por hora

 

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