Argentina, 1985. El aplauso que no tuvimos

En septiembre de 2022 se estrenó en Argentina la película de Santiago Mitre sobre el juicio a los ex comandantes realizado en 1985. En ese juicio, los integrantes de las tres primeras juntas militares de la dictadura —que se extendió entre 1976 y 1983— fueron juzgados por graves violaciones a los derechos humanos (homicidios, secuestros, tormentos) que dejaron un saldo de miles de desaparecidos en el país. Aunque sólo dos de los nueve procesados fueron condenados a la pena máxima de reclusión perpetua, el juicio tuvo una importancia social innegable en la incipiente democracia argentina ya que reveló los pormenores de un sistema represivo basado en centenares de centros clandestinos de detención distribuidos en todo el territorio nacional. Allí fueron sistemáticas las torturas y las muertes, los secuestros, los enterramientos clandestinos y el asesinato de detenidos mediante “vuelos de la muerte”.

Entre abril y diciembre de 1985, la atención pública estuvo puesta en esas audiencias orales que se desarrollaban en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Se habían acreditado más de 150 periodistas de diversos medios nacionales e internacionales, que a lo largo de esos meses relataron en crónicas, noticias y columnas de opinión el desarrollo del juicio. Poco después de haber comenzado las audiencias, la editorial Perfil lanzó una publicación semanal de circulación masiva, El Diario del Juicio, que transcribía textualmente las declaraciones de sobrevivientes, familiares y otros testigos. En los recuerdos de quienes vivieron de cerca ese proceso, el juicio sirvió para revelar la magnitud de los crímenes cometidos por la dictadura. La desaparición forzada, ese crimen que buscaba la invisibilidad de sus víctimas, el anonimato de los victimarios y la negación de la violencia ejercida, era minuciosamente develada en los estrados. Sin embargo, ese acto fundacional de la democracia recién recuperada no se transmitió por televisión.

En un documento judicial firmado en marzo de 1985, la Cámara Federal había decidido que las audiencias serían grabadas en vídeo íntegramente. Esto resultó en 530 horas de material audiovisual, con más de 800 testimonios, en donde consta el registro íntegro de lo ocurrido en el juicio. En ese contexto de democracia incipiente, con Fuerzas Armadas que conservaban porciones importantes de poder y realizaban amenazas explícitas hacia los jueces y fiscales que llevaban adelante el juicio, fue importante para el tribunal conservar ese registro audiovisual como salvaguarda de su propia tarea. No obstante, esos mismos seis jueces tuvieron una fuerte reticencia para que —en aquel momento— ese material fuera televisado. Temían que se los acusara de “prejuzgar” y de “orientar a la opinión pública” con las transmisiones televisivas de los testimonios. El fiscal Julio César Strassera, por su parte, opinaba que “en manos de la televisión hubiera sido un circo”. Para el gobierno de Raúl Alfonsín era fundamental “no irritar a las Fuerzas Armadas”. Con esos argumentos, se tomó la decisión de no transmitir el juicio por radio ni por televisión.[1] Cada día, una vez terminada la audiencia, el canal oficial Argentina Televisora Color (ATC) —a cargo de las grabaciones audiovisuales— distribuía a los otros canales una síntesis de tres minutos de imágenes sin sonido, para que pudieran ilustrar las crónicas que se desarrollaban en los noticieros. Fueron los periodistas, los cronistas acreditados de los diversos medios de comunicación, quienes se encargaron de llevar al público masivo ese conmocionante relato.

Llamativamente, en aquel contexto pocas voces se alzaron contra la transmisión sin sonido. Por el contrario, la emoción de los testimonios, la revelación de los horrores cometidos en los centros clandestinos de detención, la narración de los padecimientos de las víctimas, fueron recibidos por un público ávido que leía esas informaciones y podía sentir, tal como han afirmado diversas notas de opinión de la época, que “los testimonios están allí”, que “cotidianamente, la Argentina recibe esos testimonios” (Feinmann, mayo 1985).

El alegato de la fiscalía

“Señores jueces: la comunidad argentina en particular, pero también la conciencia jurídica universal, me han encomendado la augusta misión de presentarme ante ustedes para reclamar justicia”. Así comenzó su alegato el fiscal Strassera el 11 de septiembre de 1985. Durante seis largas sesiones, Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo, se turnaron en el uso de la palabra, citando desgarradores testimonios, calificando los crímenes, desbaratando los argumentos dictatoriales sobre posibles “excesos” y “errores” en la “guerra antisubversiva”. El alegato, al que contribuyó el dramaturgo Carlos Somigliana, tenía tanta precisión como dramatismo: “Hubo demasiado dolor, demasiada atrocidad y demasiada humillación —manifestó Strassera el 12 de septiembre— porque aquí, en los centros de cautiverio, ya no caben pretextos, ya no hay guerra que valga, ya han quedado atrás los combates reales o supuestos: ésta es la retaguardia del llamado Proceso de Reorganización Nacional, pero también su sucia y vergonzosa trastienda”.

Este alegato fue la única instancia del juicio en la que todos los comandantes procesados estuvieron obligados a concurrir. Allí se sentaron, los nueve en fila, en el banquillo de los acusados y escucharon como Strassera y Moreno Ocampo describían una a una las abyecciones cometidas en los centros clandestinos de detención. Este tramo del juicio también estuvo ausente de la televisión. Ya en ese punto y a varios meses de comenzado el juicio, hubo petitorios hacia el gobierno de Alfonsín para que habilitase la transmisión con sonido,[2] pero esos reclamos no prosperaron, de modo que solamente las aproximadamente 300 personas que estuvieron presentes en la sala escucharon de viva voz ese impactante alegato. Después de pedir las condenas para los acusados, Strassera terminó diciendo: “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ¡Nunca más!”. El público presente en Tribunales que, hasta ese momento, se había mantenido en silencio tratando de no alterar el “decoro” propio del juicio, estalló en una lluvia de aplausos a la fiscalía. Muchos rompieron en llanto. Fue el único momento de todo el juicio en que se generó una situación de “desborde” y se expresó sonoramente la emoción que había acompañado a todo el juicio. Ese aplauso del 18 de septiembre de 1985 tampoco se oyó por televisión.

Los militares argentinos enjuiciados por sus crímenes de Estado. Fotograma de: Argentina, 1985, Amazon Studios.

Argentina, 2022

Exactamente 37 años después, las palabras de Strassera se escuchaban en decenas de cines colmados de público. No era Strassera, por supuesto; era el actor Ricardo Darín quien las pronunciaba en Argentina, 1985, la primera película de ficción que llevó a la pantalla grande ese juicio histórico. Los guionistas del film, Santiago Mitre y Mariano Llinás, ponen el foco en la figura del fiscal y su adjunto y, por lo tanto, ese alegato marca el momento culminante de la película. La historia en la pantalla empieza unos meses antes del inicio del juicio, cuando la Cámara Federal —en cumplimiento de la ley 23.049 promulgada por el gobierno de Alfonsín— decide avocarse, es decir, tomar en sus manos el juzgamiento a los dictadores, ya que el tribunal militar que correspondía en primera instancia no había avanzado en esa tarea.

Pensada para generaciones que no conocieron el juicio y también para quienes sí lo conocieron, pero no recuerdan sus pormenores, la película avanza en esas explicaciones mientras coloca a Strassera en una suerte de saga familiar: antes de verlo en los tribunales, lo vemos en su hogar, con su mujer y sus hijos, aunque opinando sobre los crímenes de los militares y posicionándose a favor de juzgarlos. No quisiera aquí desplegar un análisis de la película ni del tipo de relato que propone para ese acontecimiento significativo de la historia argentina. Creo que hay una tensión constitutiva en el film, casi como en cualquier producción comercial que procura abordar una etapa conflictiva y dolorosa del pasado (y pienso aquí en los ardorosos debates que acompañaron, a principios de los 1990, el estreno del “tanque” de Steven Spielberg, La lista de Schindler). Y la tensión es la siguiente: las fórmulas y lenguajes del entretenimiento pueden construir una película atractiva para un público masivo (hay suspenso, humor, drama y una sensibilización hacia los horrores padecidos por las víctimas), pero esos mismos códigos del cine comercial pueden, al mismo tiempo, obliterar hechos que —aun siendo fundamentales en la concatenación de los acontecimientos históricos— no resultan atractivos para el guión. Se logra contar la historia en dos horas de película, lo que permite que muchísima gente ajena al tema se interese por lo sucedido; pero en ese mismo movimiento pueden borrarse de la trama cuestiones que necesitan matices, desarrollos y precisiones. Cuestiones que no siempre son menores para entender lo que sucedió en el pasado. De esta manera, entre otros puntos, el film deja en las sombras todos aquellos procesos históricos que sirvieron para llegar a ese juicio y que van más allá de la figura solitaria y heroica del fiscal Strassera: las leyes promulgadas por el Congreso Nacional en los primeros meses de la transición, la política de juzgamiento de Alfonsín, las discusiones entre los jueces de la Cámara Federal que llevó adelante el juicio y la tarea de organismos de derechos humanos como el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) que, en plena dictadura, recogieron y sistematizaron denuncias, consiguieron testimonios, publicaron informes. No quiero extenderme aquí en las ausencias históricas de la película: ya han sido descritas en muchas notas y no es mi intención poner el acento en ellas

Me interesa, por el contrario, enfatizar en los aciertos del film. Señalar cómo con una elaborada ambientación, actuaciones de calidad, una buena fotografía y una dirección impecable, la película logra reconstruir la sala de audiencias y hacer oír algunos de los testimonios más elocuentes del juicio: aquellos que el público de 1985 solamente había podido leer, aquellos que se pudieron escuchar en films documentales y en el registro grabado de las audiencias (pero a los que sólo accedieron quienes a posteriori se interesaron especialmente por el juicio). Es decir, la película pone cuerpos y voces, ropaje y escenarios, imágenes y, sobre todo, sonidos[3] para que las generaciones más jóvenes puedan visualizar lo que era para ellas un episodio alejado en el tiempo o una referencia escuchada al pasar. El “juicio histórico” se transformó en presente en las salas de cine. Ese hecho social, creo, merece atención.

Señores jueces: ¿nunca más?

En algo más de un mes desde su estreno la película fue vista en Argentina por casi un millón de espectadores. Los cines estuvieron repletos de gente de todas las edades. Se llenaron incluso en barrios que, durante los últimos años, votaron persistentemente a partidos de derecha cuyos candidatos y funcionarios electos fueron incorporando a su discurso descalificaciones cada vez más brutales hacia las políticas de memoria, verdad y justicia sobre los crímenes de la dictadura. Entre ese mismo público de clase media pasaron sin demasiada atención los importantes juicios reabiertos por el gobierno de Néstor Kirchner a partir de 2006 hacia los responsables por las desapariciones forzadas. Desde ese año, cientos de represores fueron juzgados en diversas ciudades argentinas por crímenes de lesa humanidad y muchos fueron condenados a penas máximas. El dictador Videla, sentenciado a prisión perpetua por el juicio de 1985 pero liberado en 1990 por un indulto del entonces presidente Carlos Menem, finalmente murió en la cárcel en 2013 cumpliendo las condenas impartidas por un juicio de 2010 y otro de 2012.

Nadie podía imaginar que ese mismo público iba a conmoverse por aquel juicio realizado en 1985. O quizás sí: los realizadores del film podían imaginarlo. De hecho, concibieron un producto que transformó aquel juicio en material para la emoción. Ése es, como ya sugerí, su gran acierto y al mismo tiempo su mayor riesgo. Es su acierto porque permite suturar dos grandes quiebres (no hablaré aquí de “grieta” porque ese término ha tomado una connotación muy específica en Argentina y quisiera referirme a otra cosa): el hiato temporal y el ideológico. Es decir, por un lado, el desfasaje entre aquel pasado y este presente. De hecho, la película consigue traer a la agenda pública un tema que parecía remoto, ya cerrado y casi olvidado, aun cuando –repito– muchos juicios contra los represores siguen desarrollándose en el país actualmente. Y, por otro lado, salta el hiato entre aquel clima antidictatorial de los ’80 y este presente poco sensible hacia las causas de los derechos humanos, ya que  tal vez permite reabrir las preguntas sobre la transición política y sus acuerdos, sobre el peso inmenso de los desaparecidos en nuestra historia reciente, sobre la necesidad de una justicia que se enfrente a los poderes constituidos y sobre la importancia de los gestos políticos de estadistas singulares en momentos críticos. Y es también un riesgo porque –como dije anteriormente– la película despolitiza ese tramo del pasado quitándole espesor histórico, entregándolo a la emoción, escamoteando su carácter de gesta colectiva y minimizando el rol de actores centrales en la construcción de nuestra vida democrática.

Cuando el actor Darín repite en la pantalla las últimas palabras de la acusación de Strassera, el film representa de manera soberbia ese aplauso liberador en la sala de audiencias. Inserta imágenes documentales tan bien trabajadas en sus texturas y colores que sólo quienes conocen mucho aquellas que fueron filmadas en 1985 pueden darse cuenta de que son auténticas. El llanto desconsolado de una mujer en las bandejas más altas, con sus rulos y su vestido negro, es casi una imagen icónica de los documentales sobre el juicio. La película la incluye magníficamente tras el alegato pronunciado por Darín en esa escena emocionante.

“Señores jueces: ¡Nunca más!” son las palabras que también desencadenan, día a día, un aplauso cerrado del público en muchos cines que proyectan Argentina, 1985. Pero ¿qué están aplaudiendo los espectadores argentinos en 2022? Tal vez sea solamente la emoción de un momento culminante en el film, pero me gustaría pensar que es algo más. Que tal vez aplauden ese momento fundacional desde el que se podía soñar con una Argentina mejor. O la idea de una justicia recuperada, capaz de “meter en cana” a genocidas que poco tiempo antes habían sido todopoderosos. Pero quizás el aplauso responde simplemente a la idea de sentirse a salvo, como si esos militares juzgados ya no fueran una amenaza, como si ese “nunca más” pudiera realmente ser posible, como si las muertes y las injusticias, el odio, el abuso de poder y la violencia hubieran quedado atrás. El tiempo dirá si se trata de una película que trae conciencia sobre los conflictos acuciantes del presente o si, por el contrario, tranquiliza. Por lo pronto es, sin duda, el aplauso que no tuvimos.


Notas

[1] Para más detalles sobre esa decisión y sobre la historia de las imágenes grabadas en el juicio, ver Feld, C. (2002). Del estrado a la pantalla. Las imágenes del juicio a los ex comandantes en Argentina, Madrid y Buenos Aires, Siglo Veintiuno.

[2] Un comunicado del Círculo de Corresponsales Extranjeros solicitó al gobierno 15 minutos de imágenes con audio del alegato de Strassera. Ver Acuña, C. (13 de septiembre de 1985), “El miedo al show o la historia muda”, La Razón, p. 29.

[3] Abel Gilbert se refiere al juicio y su importancia sonora en Gilbert, A. (16 de octubre de 2022). “La escucha ilusoria del juicio a las juntas”, en El Diario AR.


Referencias

Feinmann, J. P. (mayo 1985).“El país de la memoria”, Humor, núm. 151.

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