Pasa en todos lados, pero hay razones específicas por las que en México el tema del populismo se ha perdido en sus connotaciones partidistas. Si alguna utilidad puede esperarse de la polémica, habría que empezar por ponerla en un contexto intelectual más amplio en términos históricos y espaciales. Aquí escojo tres de las múltiples capas de este debate para tratar de pensar su relación con las izquierdas.

I. 

Uno de los pasajes más sugerentes de la Historia mínima de las izquierdas en México (El Colegio de México 2021), publicada recientemente por Ariel Rodríguez Kuri, es el capítulo en el que traza la genealogía del concepto de populismo en la plaza pública. En particular, muestra su uso peyorativo frente a las campañas de Cuauhtémoc Cárdenas y López Obrador, los candidatos presidenciales de izquierda más competitivos en elecciones. 

A grandes rasgos, el valor instrumental del término se remonta a la caracterización negativa de los sexenios de los setenta: su núcleo fue la crítica del gasto público bajo Echeverría y López Portillo, cuyo manejo se tachó de irresponsable e ideológico. Ligado a las crisis económicas de esos años, el populismo remitiría al déficit presupuestal, a la ineficiencia del Estado y al ambiguo eslogan del estilo personal de gobernar. No es gratuito el talante antipolítico de mucha de la retórica en contra del llamado populismo mexicano. Los supuestos que la sostienen terminaron por convertirse en un arma contra el cambio: si el gobierno gasta mucho y además equivocadamente, la reducción de sus atribuciones es aceptable y la discusión sobre reformas que le permitan tener más ingresos queda de antemano bloqueada. 

Los vaivenes de las últimas décadas del siglo pasado fortalecerían el discurso antipopulista, pues la racionalidad formada alrededor del cuidado de la economía se integró a la lucha contra el autoritarismo. En general, la complementariedad de la modernización económica y la política fue aceptada sin aspavientos: se entendía que la reducción estatal alentaría el pluralismo en tanto menguaba la repartición de dádivas, la fuente de legitimidad del régimen según las lecturas más ahistóricas de nuestro sistema político. Aun los intelectuales con mayor escepticismo sobre el programa económico lo respaldaron tácitamente: ya fuera por la premisa de las élites corruptas o por la idea de que así se detendría el proceso de expansión burocrática del Estado, una imagen propia de las batallas culturales de la guerra fría que evocaba al totalitarismo soviético y a episodios como Tlatelolco.

Es importante entender el suelo en el que se configuró esa acepción despreciativa que suele dirigirse a las izquierdas mexicanas. A final de cuentas, se trata de una de las modalidades centrales de esa suerte de the end of history local: el consenso de fin de siglo que evaluó todo el periodo posrevolucionario con los lentes del antiautoritarismo. Para asimilar cualquier alternativa de proyecto a lo que se veía como un anticuado pasado nacional, pocos símbolos tan adecuados como el populismo, fraguado en una década que representa la decadencia del nacionalismo-revolucionario en el imaginario público. 

Ahora bien, el concepto siguió otras trayectorias que habría que considerar. Como lo reflejan los debates teóricos y las intervenciones de algunos intelectuales de izquierda, su relación con esta es compleja. En las primeras representaciones críticas del Estado de la posrevolución se advierten algunas de las problemáticas que absorberán, al menos parcialmente, las discusiones sobre este tema desde ese lado del campo político e intelectual: la naturaleza autoritaria del régimen, la revolución como ideología y la subordinación de las clases populares. José Revueltas se había acercado a estas cuestiones en México: una democracia bárbara (Ediciones Anteo, 1958) donde, aún con esquemas de análisis dialéctico, trataba de develar las estructuras que ocultaban la lucha de clases en la supuesta pax priista.

Con las herramientas del marxismo renovado de los setenta, más sofisticadas para la teoría política, figuras como Carlos Pereyra o Roger Bartra desarrollarían una empresa similar. Desde categorías gramscianas como hegemonía o estructuras de mediación, tratarían de explicar aquello que distinguía a un Estado que, como sugerían las revisiones del mito revolucionario, se construyó a través de la reorganización desde arriba de la sociedad movilizada. Esta contención de los grupos populares se habría extendido gracias a mecanismos viciados de representación e intermediación, diseñados para bloquear la autonomía y la expresión de intereses propios fuera de los canales oficiales. Son debatibles las posiciones del último Bartra, más proclive a adoptar el antipopulismo liberal, pero es innegable que preocupaciones tempranas como la lucha por la democracia y la organización autónoma nutren la suspicacia de algunas izquierdas hacia los proyectos populistas.

Quienes se insertaron más directamente en el diálogo sobre este fenómeno de los sesenta y setenta lo harían más o menos en la misma dirección. El populismo mexicano era un caso singular al tener respaldo revolucionario y haberse institucionalizado: fue Arnaldo Córdova quien lo describió con mayor claridad. Contra la matriz funcionalista-modernizadora que animaba lecturas como la clásica de Gino Germani, aquí se estudiaría en el marco del revisionismo de la revolución mexicana y de las premisas de la teoría de la dependencia, lo que cambiaba sus parámetros de interpretación: más que el líder carismático o las patologías de la incorporación de las masas populares, importaría describirlo como mecanismo de control social frente a alternativas al proyecto nacional-desarrollista, autoritario y reacio a cambiar de fondo las relaciones de producción y la dependencia estructural del país.

Desde esta perspectiva, el populismo sería un impasse por superar con el paso de una lógica nacional-popular hacia una revolucionaria-socialista, o a partir de la construcción de identidades políticas fuera del modelo de incorporación corporativo, como en la lucha por la democratización sindical. Es objeto de crítica desde la izquierda como parte de un proceso más extenso rumbo al establecimiento de una cultura democrática, basada en la ruptura con los arreglos del autoritarismo.

II.

Al margen de su conocida relación con América Latina, la obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe es un ejemplo notable del carácter no sólo histórico, sino transnacional del debate sobre el populismo. Ambas cuestiones, en realidad, se han perdido a la hora de recuperar este par de nombres en los análisis sobre la llegada de Morena al poder. Ante el fantasma populista, críticos y apologistas han recurrido a sus dos teóricos más célebres sin preguntarse qué tan adecuado es este marco interpretativo. 

Hablemos específicamente de Hegemonía y estrategia socialista (Siglo XXI, 1987). El libro suele ser uno de los puntos de partida para contar la historia de la renovación del marxismo, pero se reconoce menos como síntoma de una transformación intelectual más general de finales del siglo pasado. Que estos autores propongan una definición no peyorativa del populismo no responde sólo a sus intereses militantes, sino al desgaste de las conceptualizaciones esencialistas, todavía presentes en quienes buscaban encontrar en elementos como el liderazgo carismático, la ideología o el proceso de modernización de sus leyes universales. 

Señalo esto, por un lado, para dar cuenta de los malentendidos que recorren buena parte de las críticas a este fenómeno, aun en quienes lo reconocen como una lógica política sin un contenido predeterminado. Ya que se ha hecho un lugar común referirse a la estrategia del discurso ellos/nosotros, basado en el recurso a un pueblo “verdadero”, se ha perdido de vista que este texto trataba de responder, precisamente, al carácter contingente de la articulación de los reclamos políticos, una vez que se abandonó a la clase como el marcador identitario de la izquierda a causa de su reduccionismo. El moralismo de la retórica obradorista no ayuda, pero es obvio que hay una enorme diferencia entre hablar en nombre del ciudadano común y hacerlo desde una concepción esencialista basada en criterios étnicos o religiosos. He aquí la brecha entre el populismo y las expresiones autoritarias que suelen omitir los comentaristas que comparan líderes políticos distintos porque polarizan a la sociedad.

Además de que el énfasis en el discurso ofrece un atajo fácil para opinar cuando se borra su densidad teórica de origen, un aspecto cultural contribuye a la construcción del populismo de izquierda a la Laclau/Mouffe como bête noire. La historia de su célebre libro es curiosa pues fue, metafórica y literalmente, escrito entre el París posestructuralista y los campus ingleses que redescubrían el marxismo occidental en la New Left Review. Si bien se nutre de las críticas al logocentrismo y al esencialismo, no se pierde en la deriva posmoderna: atenuado por ese marxismo cultural británico, las reinventa para la lucha social.

En México, aunque su contexto de recepción era igual de heterogéneo, los círculos culturales en guerra contra la izquierda habían importado el lenguaje antitotalitario de las polémicas francesas. Dado que en sus versiones menos refinadas este entiende cualquier filiación posestructuralista como un radicalismo de corte nihilista y totalitario, la teoría de cabecera del populismo se pinta como un desvarío político y una conspiración peligrosa. 

Volvamos a la izquierda, pues su recepción de Laclau y Mouffe tiene dificultades propias. En el plano teórico, las enredadas discusiones en las que participaron algunos de los seguidores de Althusser tuvieron un uso más específico al llegar al campo intelectual mexicano. Principalmente, funcionaron para oponerse a las filosofías del sujeto y a su visión histórica, en un intento por alejarse del sustrato teleológico del marxismo. Esta transición no se desplegó en el tipo de controversias que forjaron a las llamadas corrientes posmarxistas, que no prosperaron aquí como en Europa o incluso en Chile y Argentina, sino que se aterrizó en las reflexiones sobre la participación política tras las reformas o sobre la sociedad civil como espacio de conflicto y politización.

Quizás fue más importante, por esta razón, la intervención de Laclau y Mouffe en un seminario en Morelia en 1980. Organizado por José Aricó y Julio Labastida, su título es elocuente: “Hegemonía y alternativas políticas para América Latina”. A partir del concepto de Gramsci, y desde una lectura rupturista en relación con Lenin, se vislumbraba una vía para remediar la defectuosa concepción de lo político en la teoría marxista, al atender lógicas de antagonismo más amplias que la clase. Más que ganar elecciones con el manual populista, en las circunstancias mexicanas el verdadero hallazgo fue la inversión del esquema toma del poder-organización de las masas, que encajaba bien con la lucha contra el corporativismo y por la liberación del potencial popular sometido a la mediación autoritaria. 

Aunque los grandes momentos electorales de las izquierdas se dieron en escenarios de un conflicto más o menos claro entre dos visiones de país, explicaríamos poco si no nos referimos a circunstancias concretas como el gran desajuste de un particular arreglo político que ha acompañado olas como 1988 y 2018. Es un error pensar que un liderazgo carismático llega de repente y divide a la sociedad: la manera en la que se construyó ese antagonismo tiene causas de mediano plazo y estrategias no meramente retóricas. Si hay algo del populismo de Laclau y Mouffe en estos procesos, es el reconocimiento de que las identidades políticas y las grandes alianzas progresistas no se construyen con la facilidad con la que sus malos lectores, en derechas e izquierdas, tienden a entenderlo.

III.

Como ocurre con otros temas, la conversación sobre el populismo ha asimilado mucho de su desarrollo estadounidense. También, como suele pasar, se ha obviado bastante de lo que lo rodea, para bien o para mal. Sobre todo, el afán de oponerlo a la democracia ignora un aspecto clave en la evolución de estas discusiones, que han virado al problema del populismo como sombra de la democracia representativa o como democracia límite. Incluso críticos como Jan-Werner Müller en su conocido What is populism? (University of Pennsylvania Press, 2016) parten de esta relación. En su caso, es notable el influjo de la revisión de François Furet de la revolución francesa y su lectura de esta como una crisis de representación, a la que los jacobinos habrían buscado darle un carácter total al encarnar una nación indivisible.

Dicho esto, aunque Müller reconoce algunas tensiones entre populismo y democracia, su énfasis en las formas lo lleva a imprecisiones comunes en este tipo de análisis. Por ejemplo, perder los matices entre el tipo de legitimidad de los líderes a quienes se les coloca esta etiqueta: a aquellas de carácter trascendente, fundadas en cierta autoridad religiosa o étnica, se le equipara con las seculares basadas en la nación, la revolución u otros elementos. La lógica polarizadora de sus discursos tampoco es la misma si es bipartita, pueblo contra élite, o tripartita, al introducir a minorías como los migrantes en el campo enemigo.

Autores como Pierre Rosanvallon han puesto más atención al contenido del populismo y por lo tanto han sido más rigurosos con las distinciones, sin dejar de compartir una inquietud común respecto a este fenómeno, que es su tendencia antipluralista: desde una clave leforteana, usualmente desatendida por su arraigo en el contexto francés, lo que estaría en juego en estos estiramientos de la democracia sería la posibilidad de que se elmine su espacio de contestación, su rasgo definitorio. Preocupaciones similares recorren el sugerente Me, The People (Harvard University Press, 2019) de Nadia Urbinati, quien describe bien algunos peligros de la personalización de la representación característica del populismo y además lo hace desde los marcos de la teoría republicana, a lo que volveré más adelante.

Ya vamos moviéndonos en las distintas capas de este diálogo, con dos aproximaciones que tratan de desatascar asuntos como las diferencias entre el populismo-movimiento y el populismo-régimen. Si damos otro paso, no obstante, habría que preguntarse si en realidad lo caracteriza un antipluralismo inherente o si este es un supuesto del giro discursivo en los estudios populistas que no han podido abandonar ni siquiera otros enfoques. Es llamativo que la oposición pluralismo/populismo se cuele en investigaciones más empíricas y matizadas o aun en quienes distinguen su faceta incluyente de la excluyente, al mantener el antielitismo y la lógica homogenizadora como la base de este concepto.

Las propias intervenciones de Laclau pudieron haber alentado los cuestionamientos a la interpelación de los populistas al pueblo como unidad homogénea, como una parte de la sociedad que quiere convertirse en el todo. Al notar que el teórico argentino recurría a categorías como la plebe romana, y con las intuiciones de un ya largo debate en la academia estadounidense sobre el republicanismo, críticas como Camila Vergara han avanzado en una nueva dirección al tratar de diferenciar la constitución del pueblo bajo una lógica totalizadora de aquella que se propone hacer de la plebe, anteriormente excluida, una parte legítima de la sociedad, mas no la única.

Esto no sólo permite una separación más clara con líderes o partidos etnocéntricos, algo que otras vertientes ya habían afinado, sino que ataja la cuestión del pluralismo. Programáticamente, la línea divisoria se coloca entre la expansión de derechos y su limitación, sea con base en una supremacía étnica o en otros criterios de “autenticidad”. El pueblo no se define por su pertenencia a un cuerpo político puro, sino por su exclusión del poder político y económico, por ser oprimidos en un régimen oligárquico. Los afectos que lo movilizan también cambian: el miedo como motor de los proyectos protototalitarios contrasta con sentimientos más cercanos a la indignación, frente al privilegio malhabido. 

No es coincidencia que estas exploraciones nazcan de una revisión del republicanismo poco comentada en México. El temprano hype que provocaron los historiadores de la Cambridge School llegó algo tarde y este desfase no se ha terminado aún. A la ahora lejana revisión, en los ochenta y los noventa, de este regreso a la tradición republicana, le han seguido disputas muy interesantes sobre sus interpretaciones aristocráticas o populistas, el carácter de la obra de Maquiavelo, mecanismos de democracia directa de inspiración romana o el sesgo oclofóbico de sus detractores.

Para llevarlo aun más lejos: hasta estas reivindicaciones de su potencial reformista ya han sido puestas en tela de juicio. En Open Democracy (Princeton University Press, 2020), un conocido libro de hace un par de años, Hélène Landemore optaba por vigorizar la democracia a través de lo que denomina el mandato popular, desde una perspectiva en la que apelar al pueblo significa hablarle al ciudadano común, en contextos donde el poder político está capturado por las élites. Si bien no me parece que se distancie en el fondo de la lectura populista del republicanismo, a la que critica por reclamar la autoridad del todo para sólo una parte —cuando, como ya vimos, autoras como Vergara también entienden al pueblo como esos ciudadanos de segundo orden—, tiene una propuesta bastante atendible desde las izquierdas por su riqueza institucional y su originalidad, alejada de la tendencia a resucitar la democracia directa.

Mucho de lo descrito aquí resuena en la actualidad de nuestro espacio público. Una reflexión más específica tendría que ser materia de otro texto. En cualquier caso, pensar críticamente sobre el populismo comienza por derrumbar las certezas y tratar de entender, al colocarlos en un horizonte más vasto,[|] de dónde vienen algunos de los supuestos que ya damos por hecho al discutirlo. 


Nota

[1] Un ejemplo notable de los esfuerzos que se han dado en este sentido es un texto de Roberto Breña en Nexos (01 de octubre de 2021), quien revisa dos libros —de Michael Freeden y Nadia Urbinati— en el marco de las discusiones sobre liberalismo y populismo en el México de hoy.