Algunas observaciones desde el supuesto epicentro: 2 de junio

Cuando vimos pasar las más o menos cincuenta personas que caminaban por la acera opuesta de Broadway bajamos rápido con mi hija para seguirlos. Los alcanzamos en la 96 y caminamos con ellos hasta Varick, cruzando Columbus Circle, Times Square, Chelsea. Al pasar por Fairway, Zabar’s y otras tiendas los empleados salían y nos aplaudían. Era en efecto una manifestación muy tranquila, la mayoría blancos de clase media y jóvenes, gritando las consignas de siempre, usando cubrebocas y aplaudiendo a los que se asomaban a la ventana a saludarnos. Al cruzar la 96 un negro preguntó “Where’s the black people?” en un tono jovial. Le preguntamos a una muchacha hacia dónde iba la marcha y dijo que no sabía. Nos acompañaban unos diez coches de la policía, primero al lado nuestro, mientras íbamos por la vereda, y luego detrás, cuando pasamos a ocupar todo lo ancho de la avenida, a partir de Lincoln Center. A nuestro paso otros policías con cara de aburridos cerraban las intersecciones mientras nosotros ejercíamos el derecho, que todos los peatones de Nueva York reivindican diariamente, de caminar por la calle como si fuera nuestra, aunque el semáforo esté en rojo. Junto a nosotros, pero fuera de la columna, iban tres adolescentes negros que no se atrevían a juntarse, aún cuando la marcha se volvió más grande y diversa al pasar por Midtown, con chavos que parecían estudiantes de arte. De repente los tres chicos gritaban “No justice, no peace” y luego le hablaban a un conocido que sí iba en el medio, pero como si les diera pena adoptar la alegre indignación de la marcha. Después de que mi hija y yo regresamos a casa en bicicleta, la marcha siguió más al sur, creciendo cada vez más y probablemente fundiéndose con otros grupos. Varios miles de manifestantes que venían de Brooklyn fueron acorralados por la policía en el puente Manhattan pero luego los dejaron ir. No hubo grandes disturbios, la mitad de los arrestos de la noche anterior, cuando se llevaron 700. 

El día había sido uno típico en la política local: el gobernador de Nueva York se había ocupado de criticar al alcalde, que había maniobrado para primero apoyar y luego criticar a la policía, que había arrestado a su hija; los jefes policiales no quisieron dar rienda suelta a la violencia habitual de sus cuadros porque, igual que el alcalde y el gobernador, no deseaban dar pretexto para que el presidente intentara mandar a la guardia nacional.

Por supuesto que nada es normal. La ciudad trata de superar la peor epidemia desde el siglo pasado, en la que miles han muerto y muchos más se han quedado sin trabajo. El gobierno federal es un caldo de corrupción e incompetencia. El presidente y sus acólitos dan rienda suelta a sus instintos fascistas, excitados por haber descubierto al fin un buen enemigo interno a quien dirigir su deseo de obliteración: los anarquistas y otros gamberros que atentan contra la ley y el orden. No hay nada como un buen “otro” para reconstruir la maltrecha “unidad”.

Este momento en la historia de Estados Unidos se puede describir de dos maneras. Una consiste en tratar de reafirmar la ilusión de que sabemos lo que va a pasar. Esto puede tomar diversas manifestaciones igualmente ilusas, yendo de izquierda a derecha: éste es el primer capítulo de un cambio revolucionario; ésta es una crisis que se resolverá en las elecciones de noviembre con un triunfo demócrata; ésta es una revuelta más, que sigue con algunas actualizaciones el guión de otros episodios de violencia racial, como en Los Ángeles en 1992, Watts en 1965 y varias ciudades tras la muerte de Martin Luther King en 1968, que no cambiaron nada después de unos días de catarsis; ésta es una demostración de la incapacidad de gobernadores y alcaldes demócratas para mantener el orden; éste es el momento para la plena instauración de un gobierno fuerte que ponga a los antifascistas en su lugar. Cada uno de estos pronósticos contiene una explicación distinta de lo que está pasando. Todos, tal vez menos el primero, quisieran poder describir el curso de los acontecimientos como esas gráficas que muestran el aumento de las muertes y las enfermedades, o el crecimiento en el desempleo, o la caída del producto interno bruto, y que proyectan hacia el futuro una inevitable y tranquilizadora recuperación hacia el promedio. 

El pasado ofrece abundante material para explicar lo anómalo, es decir, para normalizarlo. El abuso violento de los negros y otros grupos definidos racialmente es una tradición tan vieja como la policía misma. El sistema de dos partidos mueve a ambos inevitablemente hacia el centro. Los disturbios urbanos nunca expresan un programa político. El ejército ha sido usado contra la población desde que los blancos necesitaron ocupar las tierras de los indios. La economía es tan grande que la demanda interna asegura su eventual recuperación. La manada desarrollará inmunidad o se inventará una vacuna.

La otra manera de describir el presente es más modesta y empieza por reconocer la contingencia de la historia. No se puede predecir lo que va a pasar porque, como decía Hannah Arendt, lo que define a la historia es precisamente la capacidad de los individuos y las colectividades para crear algo nuevo, no determinado por el pasado. Para eso sirve pensar. La imaginación es más productiva en momentos como éste, en los que es imposible reducir lo que está pasando a una causa o un proceso. Pero tener imaginación es lo contrario de predecir el futuro. Hace falta modestia para reconocer que la violencia policial y las protestas tienen muchas modalidades distintas, que en cada estado y en cada ciudad responden a condiciones y experiencias distintas. Cifrar todo en los desvaríos de Trump implica, por el contrario, imaginar que hay una media cancha, para ponerlo en términos futbolísticos, donde está en juego la democracia o la dictadura. Pero eso no es más que especulación. La modestia consiste en aceptar que no tenemos la menor idea de lo que va a pasar. El río no sólo cambia cada momento sino que nunca regresa a su curso después de salirse del cauce. (Prometo que esta es la última metáfora que escribo.) 

Trump es el mejor ejemplo de lo difícil que es usar el pasado para adivinar qué va a pasar. Sus raíces fascistas se confirman cada día en el racismo, la vocación militarista, las mentiras, el deseo de construir los atributos de un liderazgo hipermasculino. A diferencia del fascismo clásico, sin embargo, Trump ha demostrado su incapacidad para formar una organización eficaz en el plano electoral. Los republicanos han perdido más elecciones de las que han ganado con él, tanto a nivel local como en el congreso. A pesar de ello, los políticos republicanos no se atreven a enfrentarlo porque temen que sus seguidores más rabiosos los derroten en las primarias. Esto se debe a que la estrategia electoral de Trump, exhibida en cada uno de sus gestos público, es la de consolidar el apoyo de esa base rabiosa, impermeable a los hechos, que sólo ve Fox News, y no ampliar el rango de los votantes republicanos. La supremacía blanca que articula su asesor Stephen Miller no es una ambición de grandeza sino una queja amarga. Se trata de una nostalgia hacia un pasado mítico donde nadie desafiaba la superioridad de los blancos. El resentimiento de Trump y sus seguidores no se expresa con delirios de dominación mundial sino como un nacionalismo basado en el aislamiento. Como régimen político, esto llevaría a un sistema autoritario, de voto restringido, un orden social racista y un estilo militarista más dirigido a inspirar miedo que orgullo. Sin duda que en los últimos tres años hemos visto avances en esa dirección. Pero también hemos visto que la creciente diversidad política y cultural del país no se ha revertido. El racismo de Trump y los republicanos todavía tiene cierta vergüenza de reconocerse como tal. La amargura por un pasado mítico perdido se combina con el mal humor de una realidad que no se adapta a la ideología. El recurso a la violencia de los trumpistas armados con rifles y de sus aliados en los gremios policiales podría servir para construir ese sistema. Es posible, pero lo que es más probable es que la violencia tenga efectos inesperados que vayan más allá de la política.

La razón de nuestra incapacidad para predecir es la manera en que la simultaneidad de los eventos ha condensado la historia en estos primeros meses del 2020. Las transformaciones de la salud, la economía, la protesta y el fascismo se aceleran al interactuar entre ellas. Generalmente es más fácil hablar de cada uno de esos temas por separado. Pero hoy no es posible comprender esas vinculaciones complejas y espasmódicas, y mucho menos mirarlas como una cadena de causas y efectos. Los historiadores nos sentimos incómodos hablando de una época que ha empezado pero que todavía no sabemos si ha terminado. En el presente de los Estados Unidos sólo sabemos que el tiempo de la historia se ha acelerado repentinamente pero todavía no podemos definir la naturaleza fundamental del cambio. Lo más que podemos hacer es seguirlo por un rato cuando pasa cerca nuestro.

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