El viernes 15 de octubre de 2021, a la misma hora en la que hace más de diez años impartía su clase de Mesoamérica en la Facultad de Filosofía y Letras, nos enteramos de que Alfredo López Austin había dejado este mundo a los 85 años.

Alfredo nació en Ciudad Juárez, Chihuahua, en 1936, en un momento en que la ciudad experimentaba un importante crecimiento poblacional, lo que la hacía un lugar culturalmente diverso, no sólo por los inmigrantes, sino también por el propio carácter fronterizo de la ciudad, así como por la presencia de algunas comunidades indígenas oasisamericanas y aridamericanas. Durante su juventud se movió en tres ámbitos distintos: el urbano, el campo y el desierto. Este caleidoscopio cultural y geográfico definió en gran medida sus intereses académicos, su personalidad e identidad. De joven arreó ganado, manejó tractores para abrir caminos, montó toros, bebió tesgüino, viajó con los kickapoo, conoció a Tin Tán y vio luchas mortales entre leones y toros en el circo.

En 1963, en compañía de José María Calderón Rodríguez, en ese entonces estudiante de Alfredo en la Preparatoria Federal Diurna núm. 1 de Juárez, viajó a territorio kickapoo. El camino los llevó a El Nacimiento, donde estuvieron diez días en compañía de un viejo llamado Pizákana, quien les habló de su cultura y, sobre todo, de la práctica cinegética del venado. Ahí, ambos recibieron nombres kickapoo, Alfredo fue llamado Enidhata, que significa “Veloz como el viento” y José María Calderón Wadézkaka o “Rayo”.  Este viaje marcó la vida de Alfredo, al grado de que en una ocasión confesó que él se sentía kickapoo.

            Alfredo estudió derecho en la Universidad de Nuevo León, donde ingresó en 1954, y entre 1956 y 1959 continuó su formación como abogado en la Facultad de Derecho de la UNAM.  En ese tiempo aprovechaba para escaparse a la Facultad de Filosofía y Letras para tomar clases con Miguel León Portilla y Ángel Ma. Garibay K., donde fue madurando su interés en la religión y los pueblos indígenas, sus dos pasiones.

            Ejerció como abogado y juez del Tercer Juzgado Penal de Juárez, sin embargo, este trabajo no lo hacía feliz, por lo que, a mediados de la década de los sesenta, con hijos pequeños, tomó la decisión de dejar Juárez y viajar a la Ciudad de México para estudiar Historia en la UNAM. Ahí se recibió de licenciado, maestro y doctor.

            Los estudios prehispánicos de Mesoamérica le deben muchísimo a Alfredo, sobre todo por sus aportes en los ámbitos de la Cosmovisión, la religión y el mito. Entre sus obras más importantes se encuentran: Hombre-dios. Religión y política en el mundo náhuatl, Cuerpo humano e Ideología. Las concepciones de los antiguos nahuas, Tamoanchan y Tlalocan, Los mitos del Tlacuache, Una vieja historia de la mierda, ilustrada magistralmente por el pintor oaxaqueño Francisco Toledo; en coautoría con su hijo Leonardo López Luján destacan: El pasado indígena, Mito y realidad de Zuyuá. Serpiente Emplumada y las transformaciones mesoamericanas del Clásico al Posclásico y Monte Sagrado-Templo Mayor; así como los realizados junto con el antropólogo peruano Luis Millones: Dioses del Norte, dioses del sur. Religiones y cosmovisión en Mesoamérica y los Andes y Los mitos y sus tiempos.

            Además de sus aportes académicos, Alfredo será siempre recordado por su gran calidez humana, su empatía y su compromiso con las causas sociales, siempre fue una persona coherente con su forma de ver el mundo, la cual llevó constantemente a la praxis. Es debido a eso que sus clases siempre estuvieron llenas, ya que eran espacios de diálogo, donde todas las preguntas eran bienvenidas y donde las respuestas siempre buscaron enriquecer a los y las estudiantes con su característico tono afable y paciente. Como muchos han mencionado, Alfredo fue como el tlacuache, a quien le dedicó tantas páginas de sus obras, él robó el fuego del conocimiento y lo brindó a todas y todos aquellos que tuvimos la oportunidad de compartir con él un momento, una clase, un viaje, una conferencia.

            Hoy el mundo llora su pérdida y, como expresaban los antiguos mayas, se extinguió su blanca semilla, su aliento puro, sin embargo, su obra, su legado y su recuerdo trascenderán el tiempo y el espacio. Y aunque él consideraba que la muerte era un fin total, yo quiero imaginar que ahora se encuentra recorriendo, “veloz como el viento”, los desiertos del norte, esos desiertos que hacían de sus sueños los más apacibles.

Foto cortesía de Hugo García Capistrán.