“En tiempos de amnesia obligatoria nos negamos a olvidar”.
— Pancarta anónima, #JornadaMundialPorAyotzinapa, 2014
“Dejémoslo en que la desaparición forzada de los jóvenes fue producto del choque de grupos delictivos que tienen la necesidad de controlar un centro de distribución de amapola. Punto”.
— Fiscal Alejandro Gertz Manero, 30 de junio de 2020
“Quién si no las moscas / podrían enseñarnos el camino”.
— Carmen Nozal, 2015
7 de noviembre de 2014. Entonces lloraba yo sobre tu hombro, por los pasillos de la Facultad. Porque éramos jóvenes y derrotados y había malas noticias en la tele. Habíamos pasado la noche en un sleeping dentro de las aulas, porque La Facultad estaba tomada y había que hacer guardia: días antes “habían encontrado” en el río San Juan dos bolsas de basura con restos humanos y Murillo Karam decía a todo el país horrorizado que esos restos pertenecían a dos de los normalistas desaparecidos en Iguala. Aquel día el ex procurador también dijo “ya me cansé”. Y volvimos a tomar las calles al día siguiente, la noche del sábado. Cansadxs. Peña Nieto volaría tres días después a China —en medio de la crisis y el naciente escándalo de la Casa Blanca—, dejando tras de sí la estela de humo que brotaba por la noche de la puerta de Palacio Nacional, quemada horas antes por encapuchados.
Uno. Saúl Bruno García. Era conocido por ser sumamente bromista.
Lo suyo era ser maestro y era un alumno de excelencia. AUSENTE.
Dos. Miguel Ángel Mendoza Zacarías. El más pequeño de sus hermanos, lo deportaron cuando cruzó a California. AUSENTE.
Tres. Miguel Ángel Hernández Martínez. Solidario y amigable, “sano, no pesado”. Era un tlacololero. AUSENTE.
Cuatro. Mauricio Ortega Valerio. Se fue de Monte Alegre, el lugar donde nació, porque no quería cuidar chivos. AUSENTE.
Cinco. Martín Getsemany Sánchez García. Le iba al Cruz Azul, respetuoso y muy querido. Para él, todo era futbol. AUSENTE.
Seis. Marco Antonio Gómez Molina. Escuchaba grupos de rock y heavy metal, como Los Ángeles del Infierno. AUSENTE.
Siete. Marcial Pablo Baranda. Quería ser maestro bilingüe en su Xalplatláhuac, donde bailaba cada fiesta de San Juan. AUSENTE.
Ocho. Magdaleno Rubén Lauro Villegas. Bajó desde La Montaña de Guerrero para prepararse también como maestro bilingüe. AUSENTE.
Nueve. Luis Ángel Francisco Arzola. Era de La Costa Chica y visitaba cada año a la virgen de Juquila con su familia. AUSENTE.
Diez. Luis Ángel Abarca Carrillo. De cejas gruesas. Aún era menor de edad cuando se lo llevaron los militares en Iguala. AUSENTE.
1 de octubre de 2014. “Yo ruego a los policías que suelten a mi hijo, que no le hagan ningún daño”, dijo al periódico Reforma Mardonia Torres Romero, madre de José Luis Luna Torres: él nunca regresó a Amilcingo, Morelos, donde vivían. “Yo les dije que busquen a mi hijo, que ya lo quiero ver; llevo cuatro días y no sé nada de él”. Dos días después del ataque en Iguala se fue a vivir a la escuela donde José Luis se preparaba para ser docente. “Nosotros somos muy pobres y, de todos mis hijos, el que quiso estudiar fue José Luis, mi pequeño. Siempre me dice que cuando sea maestro, él me va a mantener”. Once. AUSENTE.
Te conocía de vista, pero nunca habíamos hablado. Salimos una noche en bola hacia República de Cuba, bailamos y terminamos durmiendo muy desnudos y abrazados en el departamento de una amiga en común que había salido con nosotros, por metro Balderas. Desde entonces no pudimos separarnos. Incluso me acompañaste al camión aquel miércoles: el Seminario de Investigación de Lenguas Otomangues de la UNAM partía ese día rumbo a la sierra mazateca de práctica de campo. Por la noche, ya a pie de sierra, cerca de la presa Miguel Alemán Valdez, nos seguimos la cena conversando y fumando con nuestro tutor —un hombre de más de sesenta años, doctor en lingüística, de voz ronca y amable— quien de pronto se metió en uno de los cuartos que nos prestaban nuestros anfitriones, la familia que nos recibía año con año. Había recibido una llamada urgente desde la Ciudad de México: “secuestraron a unos estudiantes en Iguala”, dijo. No sabría cómo describir su voz ni su semblante. “No es posible… ¿otra vez? Carajo…”. Pasamos la noche en vela escuchándolo hablar del movimiento del 68, sobre los amigos que había perdido entonces, de cuando la Universidad fue tomada por los militares. Al día siguiente por la mañana nos regresamos a la capital. El camino sucedió en completo silencio. ¿Qué podríamos decir? Tampoco sabíamos mucho aún… llegamos a la Universidad y cada quien se fue para su casa. Volvimos algunxs al día siguiente para las asambleas. Tú me acompañaste. ¿Qué íbamos a hacer, si en este país parecía que heredábamos no sólo lxs muertxs y lxs desaparecidxs, sino también las derrotas? Silencio.
Doce. Leonel Castro Abarca. Tenía las cejas negras y el cabello necio, “parado en picos, así como el mío”, decía su padre. AUSENTE.
Trece. Julio César López Patolzin. Tres veces fue rechazado de la Normal de Ayotzinapa, no por falta de aptitudes sino por falta de espacio y de oportunidades. AUSENTE.
Catorce. José Eduardo Bartolo Tlatempa. Dejó una carta de amor en su dormitorio, dirigida a su novia. Nunca la entregó. AUSENTE.
Quince. José Ángel Navarrete González. Largas sus pestañas. Hacía plática con quien se le parara enfrente. AUSENTE.
Dieciséis. José Ángel Campos Cantor. De 33 años, había sido rescatista y albañil. Su hija aprendía a caminar cuando se lo llevaron. AUSENTE.
Diecisiete. Jorge Luis González Parral. Tocaba la guitarra como su padre. Desapareció junto con su hermano. AUSENTE.
Dieciocho. Doriam González Parral. Él era más tímido que Jorge. Tenía la mirada serena y le gustaba mucho el reggaetón. AUSENTE.
Diecinueve. Jorge Antonio Tizapa Legideño. Frente a la casa de su madre sigue el árbol de guamúchil en que se columpiaba. AUSENTE.
Veinte. Jorge Aníbal Cruz Mendoza. Ahorró, logró juntar 20 mil pesos para estudiar y entró a la Normal, a la segunda. AUSENTE.
Veintiuno. Jonás Trujillo González. Siguió a su hermano mayor, Benito, hasta las aulas de Ayotzinapa. Hacía papalotes. AUSENTE.
Veintidós. Jesús Jovany Rodríguez Tlatempa. Era el principal apoyo de su madre, de sus hermanos y de su sobrina. AUSENTE.
9 de octubre de 2014. A partir del Monumento a Colón marchamos en silencio. Pasos, respiraciones, fricción de ropa. Los edificios de Paseo de la Reforma escoltaban a los contingentes, ceñían nuestrx cuerpx colectivx. No cabía nadie más. Niñxs, adultxs, godínez asomadxs por las ventanas de sus oficinas. Vi una señora parada en medio de la multitud con una pancarta que decía “VINE A OFRECERLES MI CORAZÓN A LAS MADRES DE AYOTZINAPA”. Pensé en la mía. “Sé que tú harías lo mismo si algún día yo desapareciera”, le había dicho por teléfono horas antes. Ella supo de los cercos policiacos alrededor de Ciudad Universitaria (levantarían a un activista el 28 de noviembre en Copilco, a la mitad de la calle y en plena luz del día. Seguían desapareciendo personas). “Cuídate mucho, por favor”. Fue lo único que me dijo, cediendo con miedo. Por eso estábamos ahí en las calles: porque no queríamos ceder ante el miedo.
22 de octubre de 2014. Una luz por Ayotzinapa. Más de 100 marchas programadas por todo el mundo. ¿Te acordarás hoy, Diego, de las luces, los rostros iluminados por las velas? La tristeza que nos cubría, que se tendía entre nosotros como llovizna ligera, como un luto que nos negábamos a comenzar. No sabemos quiénes escribieron en la plancha del Zócalo “FUE EL ESTADO” con letras blancas. No recuerdo siquiera si lo vimos en persona o en las crónicas al día siguiente: había demasiada gente y tratábamos de llegar a la Catedral para encontrarnos con las amigas y escuchar el mitin. De pronto me soltaste la mano en 5 de mayo, porque pasábamos frente al contingente de la UAM en el que iban tus padres. Nos dimos cuenta hasta que te gritaron «Diego», al reconocer a su hijo que atravesaba la marcha de la mano de otro hombre. Ellos, que no sabían nada de nosotros. Entonces te perdí entre la multitud y luego corrí hacia metro Allende, desorientado. ¿Qué estaba sucediendo en mí, afuera, en Guerrero? Me detuve. Regresé porque quería escuchar a los padres y las madres de los estudiantes, y me encontré, de vuelta en la marea de gente, junto a la orquesta de la Facultad de Música en contingente, tocando y cantando Canción mixteca. “¡Qué lejos estoy del suelo donde he nacido! / Inmensa nostalgia invade mi pensamiento”. Y con ellxs llegué al zócalo. A veintisiete días de su desaparición, Epifanio Álvarez, padre del normalista Jorge Álvarez Nava, gritaba con coraje desde el templete: “Pinche gobierno que tenemos. ¿Dónde están sus aparatos de inteligencia? ¿Por qué no encuentran a nuestros hijos?”. A Jorge no le gustaba decir groserías. Veintitrés. AUSENTE.
Veinticuatro. Israel Jacinto Lugardo. La noche del 26 le llamó a su hermano Ricardo. “Nos tienen rodeados”, alcanzó a decir. AUSENTE.
Veinticinco. Israel Caballero Sánchez. Casi no cargó a su hija recién nacida. Temía lastimarla. “Está muy chiquita”, decía. AUSENTE.
Veintiséis. Giovanni Galindo Guerrero. Le llamaban “el Espaider” porque le gustaba correr a brincos. Y se esforzaba. AUSENTE.
Veintisiete. Felipe Arnulfo Rosa. Originario de Rancho Ocoapa, hablaba mixteco como otros cuatro de sus compañeros. AUSENTE.
Veintiocho. Everardo Rodríguez Bello. “Kali” era el cuarto de siete hermanos. Amaba ir a recoger leña en su caballo. AUSENTE.
Veintinueve. Emiliano Alen Gaspar de la Cruz. Ayudaba a su familia con el trabajo del campo mientras cumplía con sus estudios. AUSENTE.
Treinta. Cutberto Ortiz Ramos. Sus compañeros lo describen siempre alegre, “muy entrón y entusiasta”. Le decían “El Komander”. AUSENTE.
Diana del Ángel nos dijo en Procesos de la noche:
“Otras dos palabras unidas al nombre de Julio son tortura y víctima; ambas comparten con desollado los campos semánticos de la guerra y la religión; las tres se reparten desgraciadas en los campos de mi país, pero sobre las mismas tierras andan muchos buscando, exhumando en grupo, juntos encontrando”.
Marisa Mendoza tenía 24 años la noche en que vio la fotografía de su esposo sin vida, Julio César Mondragón, abandonado en una calle de Iguala y se supo viuda. La hija de ambos, Melisa Mondragón Mendoza, este verano cumple seis años (cuando murió Julio César tenía dos meses de nacida). Jamás tocará con sus manos la sonrisa en el rostro de su padre. Se la arrancaron, dijeron, animales carroñeros. Les llamamos por su nombre: policías, militares, sicarios, autoridades estatales… Les llamamos por su nombre: ¡asesinos!
El único error de los normalistas esa noche, la noche más triste, fue expropiar las rutas equivocadas. Con la resaca de la confusión por lo que sucedió a esa madrugada —los testimonios disímiles y la “verdad histórica”, desmentida una y otra vez—, este maltratado territorio que llamamos México se miró al espejo en los retratos de los normalistas desaparecidos: el trasiego de drogas asegurado por los militares, la colusión entre distintos órganos de gobierno, el raciclasismo tan hiriente de nuestras sociedades, la indignante y anquilosada desigualdad estructural… todo ello atravesado por las embestidas históricas del Estado mexicano heredero del priísmo (y los posteriores gobiernos de la “llamada alternancia”) contra las normales rurales que sobreviven en este país. “Se lo merecían por revoltosos”. “Se lo buscaron, andaban por malos pasos”. “¿Por qué piden que los presenten con vida? Ya están muertos, en alguna parte”, se decía en algunas conversaciones. Pero ¿quién podría merecerse algo así? ¿Cómo no salir con ganas de quemarlo todo? Entonces nadie había plantado maíz en el camellón de Reforma… “Ellos cultivan cuerpos, nosotros cultivamos esperanza”. Precisamente esta última palabra es una de las dos principales razones por las cuales marchamos en México para no rendirnos. Indignación es la otra. Porque vivos se los habían llevado y vivos queríamos volverlos a ver.
Treintayuno. Christian Tomás Colón Garnica. No iba a fiestas, ni le gustaba el alcohol ni el tabaco. Se entregaba por completo al estudio. AUSENTE.
Treintaidós. César Manuel González Hernández. Ayelén, una alumna suya de preescolar, lo recuerda porque era alegre y le enseñó a leer. AUSENTE.
Treintaitrés. Carlos Lorenzo Hernández Muñoz. Dejó atrás a sus dos padres y cuatro hermanos, la albañilería, las chilenas y una portería vacía. AUSENTE.
Treintaicuatro. Carlos Iván Ramírez Villareal. Conoció a su papá, que se había ido al gabacho cuando tenía un año apenas, hasta la secundaria. AUSENTE.
Treintaicinco. Bernardo Flores Alcaraz. Cuando vieron El Infierno en la Normal, todos dijeron que se parecía a Joaquín Cossío: “¡Cochiloco!”. AUSENTE.
5 de noviembre de 2014. Ese día también había habido jornada de #ACCIÓNGLOBALPORAYOTZINAPA y se convocó a un paro nacional en el Aniversario de la Revolución Mexicana. La Caravana de la Indignación marchaba —con cientos y cientos de personas, entre ellas nosotros dos— por Paseo de la Reforma, Avenida Juárez y 5 de Mayo. Muy al sur, otros encapuchados quemaban la estación del Metrobús de Ciudad Universitaria (después supimos). No habían sido estudiantes: todas y todos estábamos en el Centro, aunque los medios dijeran lo contrario.
Treintaiseis. Benjamín Ascencio Bautista. Fan de Michael Jackson. Así lo recuerdan: bailando “Thriller”, su preferida. AUSENTE.
Treintaisiete. Antonio Santana Maestro. El Bobis, su perro, al no verlo, dejó de comer por un mes, hasta enfermarse. AUSENTE.
Treintayocho. Adán Abraján de la Cruz. Llegó a nadar un par de ocasiones en las playas de Acapulco, donde una tía suya tenía casa. AUSENTE.
Treintainueve. Abelardo Vázquez Penitén. “Abe” de cariño, “pájaro” para molestarlo. No tenía plumas pero quería volar. AUSENTE.
Cuarenta. Abel García Hernández. Tocaba la guitarra, dibujaba, escribía pensamientos. Decían que sentía mucho el mundo. AUSENTE.
20 de noviembre de 2014. Cuando quemaron el judas de Peña Nieto frente a Palacio Nacional, habíamos salido juntos con varios contingentes desde Ciudad Universitaria rumbo a Tlatelolco. La gente de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales se fue en camiones que habían conseguido para transportarse. Las y los de Filosofía y Letras, que habíamos hecho apenas las pancartas después de la asamblea —en el Rosario Castellanos, los aeropuertos y el pasillo que lleva a Biblioteca Central—, nos fuimos en metro. Estabas tú conmigo. El comité del Colegio había impreso una antología de poemas para la protesta social y veníamos gritando en los vagones: “América, / no puedo escribir tu nombre sin morirme. / Aunque aprendí de niño, / no me salen derechos los renglones; / a cada sílaba tropiezo con cadáveres…”; “Tenemos Secretarios de Estado capaces / de transformar la mierda en esencias aromáticas, / diputados y senadores alquimistas, / líderes inefables, chulísimos…”; “Se llaman / restos, cadáveres, occisos, / se llaman / los muertos a los que madres no se cansan de esperar / los muertos a los que hijos no se cansan de esperar, / los muertos a los que esposas no se cansan de esperar…”. Nos miraban asustadxs, enojadxs, llorosxs. “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”. Aplaudían, coreaban con nosotras también. Siguiente estación: Tlatelolco. Y salimos con las compañeras y compañeros, desbordada la raza, a invadir los pasillos techados de los multifamiliares, hacia Eje Central… Nosotros no alcanzamos a ver nada de aquello. Ni siquiera llegamos a Donceles. Atascadas manzanas enteras en el corazón de la Ciudad de México. Ella, como el país, se desbordaba en rabia y llanto. (Horas después detuvieron a varios estudiantes, entre ellos a Laurence Maxwell Ilabaca, de 47 años, estudiante chileno de doctorado, como después también supimos.)
Cuarentayuno. Alexander Mora Venancio. Sus restos óseos, encontrados en Cocula, fueron los primeros en ser identificados por los peritos argentinos. Jugaba futbol en el Deportivo Juventus de El Pericón, como se llama su comunidad en el municipio de Teconapa. Ahí, hacia finales de 2019, su padre aún esperaba sus restos. JUSTICIA.
26 de septiembre de 2015. Enrique Peña Nieto (@EPN) en Twitter: “A un año de distancia de los trágicos hechos en Iguala, reitero el compromiso del @GobMX con la verdad y la justicia”. Ese día llovió. Éramos menos quienes nos congregábamos en el Zócalo, para acompañar a las madres y los padres de Ayotzinapa. Te busqué bajo los paraguas y no te encontré. En la primera marcha del nuevo año tampoco habíamos marchado de la mano. Al año siguiente fue incluso menos gente. Los padres y las madres seguían incansables. Ignoro qué habrá sido de ti, qué harás en estos tiempos. Sin embargo te deseo eso: ojalá tampoco te hayas rendido.
Cuarentaidós. Jhosivani Guerrero de la Cruz. A casi un año de su desaparición, también lo encontraron en el ejido de Cocula. Le apodaban “El Coreano” por sus ojos rasgados. El tesón con que le reconocían en vida sus vecinos en Omeapa rinde honor a su apellido y al estado donde nació, creció, estudió y fue secuestrado. JUSTICIA.
La generación de normalistas que fue atacada esa noche entre los camiones que fueron tomados para ir la capital del imperio y conmemorar a lxs caídxs en Tlatelolco hace más de medio siglo egresó hace dos veranos: los que pudieron esconderse, correr, esquivar las balas. 74 de ellos, al menos. “Si nos ven tristes mirando el piso no piensen mal, el peso nos hace doblarnos, por suerte nuestros pies y dignidad están bien firmes”, dijo Octavio Castillo en el discurso de graduación.
Cuarentaitrés. Christian Alfonso Rodríguez Telumbre. El 7 de julio de 2020 fueron hallados sus restos en la Barranca de la Carnicería, a 800 metros del basurero donde, según la “versión histórica” de la Fiscalía General de la República bajo el mando de Murillo Karam, “habían incinerado” a los normalistas. Christian quería ser veterinario, pero “no había con qué”. Por eso entró a la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos. Cuando recorrió al mundo la noticia de la desaparición de 43 estudiantes en Iguala —y la ejecución de nueve personas más—, algo se fracturó en México, nuestros huesos molidos por las piedras. ¿Cómo podríamos reparar esto? ¿La crueldad, acaso, se mide también en grados Kelvin? No fueron arrojados al Río San Juan tras haber sido quemados en un basurero. Podredumbre y moscas con sangre seca, este país. ¿Dónde están? ¿Y los demás? ¿Y las que faltan? Hay familias desmembradas por doquier, como cuerpos. ¿Se habrán agarrado de las manos, antes de que se apagaran todas las luces del mundo?
¡JUSTICIA!
Aparte de las experiencias personales, este texto está entretejido con los testimonios de los padres y las madres de Ayotzinapa, diversos textos periodísticos y, en particular, la campaña Marchando con Letras, un colectivo de artistas visuales y escriturales que hicieron retratos personales de los estudiantes de la Normal, y lo circularon por internet. Dicho proyecto de artivismo, como alegoría del duelo y dispositivo de memoria política, fue propulsado también por el Centro ProDH, un impulsor fundamental de los derechos humanos en este país que ha acompañado a los familiares de las víctimas. Por la necesidad de recordarlos.