Adiós a Colón:
Identidades y espacio público

El pasado y sus posibles narraciones nos pertenecen a todos. Para quienes creemos esto, el reciente movimiento global sobre el destino de las estatuas y monumentos que recuerdan procesos de colonización es muy emocionante. Ha puesto sobre la mesa preguntas fundamentales sobre qué significa la conmemoración, qué hacer cuando ésta celebra personajes o hechos dolorosos, quién puede desafiarla, cómo debe hacerlo y para qué. Sobre todo nos recuerda que el poder de lo simbólico es real, y apunta a que estamos en un momento en el que cierta idea del cambio político se cifra ahí. Pero si no nos hacemos preguntas sobre quiénes somos “todos” los que podemos apropiarnos del pasado, cómo nos identificamos y el rol de las estructuras estatales en este proceso, los alcances de esta ola de resignificación de los símbolos no sólo serán limitados, sino que nos pueden llevar a naufragar en terrenos minados. 

Que Cristóbal Colón sea símbolo de los procesos de ocupación y sus consecuencias racistas no tiene nada de nuevo, ni de descabellado. Pero la reciente discusión sobre la sustitución de su efigie en avenida Reforma difiere de lo que hemos visto en los últimos años en otros lugares. En la mayor parte de los contextos en que multitudes han tirado estatuas, renombrado calles, o llevado la petición de la descolonización del espacio público a los congresos, las estatuas derribadas han dejado espacios vacíos en una clara señal de que el problema racial está lejos de resolverse. Hay experiencias en las que la memorialización de las víctimas de la discriminación antecede estas acciones, lo que ha dado lugar a una multiplicación ––más que sustitución–– de símbolos, y real disputa en el espacio público. Esta es, por ejemplo, la historia de los esfuerzos de la diáspora congolesa en Bélgica, que desde hace décadas creó estatuas itinerantes recordando la tragedia de la ocupación africana, peleó por una plaza dedicada a Patrice Lumumba en la capital del país, y se involucró en la remodelación del museo colonial. En Bristol, la estatua del esclavista Edward Colson, la única de la reciente oleada sobre la cual los medios han reportado su reemplazo, fue sustituida por la imagen de Jen Reid, activista de Black Lives Matter, que el artista Marc Quinn esculpió y montó durante la noche a modo de intervención, algo que ha dado lugar a nuevas polémicas sobre cómo decidir qué debe reemplazar la vieja estatua.

Tras los reclamos sobre la imposición del proyecto del artista Pedro Reyes para Reforma, sin consulta ni concurso, el gobierno de la Ciudad de México parece haber entendido que estos procesos necesitan ser más incluyentes y dialogados. Pero que la iniciativa sea liderada por las autoridades gubernamentales, aún si resulta de una convicción ideológica legítima de la jefa de gobierno, no deja de ser contraintuitivo, aunque no necesariamente por las razones más manoseadas; entre éstas, el argumento de Cuauhtémoc Medina que invita a que nos preguntemos por otras formas de conmemoración, porque las estatuas renacentistas han sido “abusadas por los Estados-nación”, e insiste en que no sean los “políticos” quienes decidan “materias artísticas, estéticas e históricas”. 

Este sospechosismo automático frente al Estado olvida que algunos de los procesos de resignificación del pasado más necesarios, importantes y reparadores han sido impulsados justamente por políticos y gobiernos. Es el caso de los procesos de Sudáfrica o Argentina, que enarbolaron auténticas reformas de memoria (de las que Mario Rufer ha escrito un genial libro comparativo). En realidad, es perfectamente normal y deseable que los cambios de régimen vengan con batallas por la memoria pues, a final de cuentas, las narraciones sobre el pasado común tienen la intención de apuntalar y orientar la acción presente y futura. Lo que no debe ocurrir, sin embargo, es que perdamos de vista los límites de la apuesta simbólica, por un lado, y la profundidad y el alcance de los cambios fuera de lo simbólico, por el otro. 

Existen otros ejemplos históricos de acciones relativamente recientes en contra de este tipo de monumentos en México. Pero el hecho de que la remoción de la escultura de Reforma fuera decidida y llevada a cabo por el gobierno de la ciudad durante la noche, y como a escondidas, antes del 12 de octubre, lleva a dudar sobre la determinación del gobierno de descolonizar y combatir el racismo en el país: ¿es o no es política de Estado? Pero más importante aún, oscurece la medida en que este gesto responde al clamor popular, quienes conforman a estos sectores, sus causas y sus demandas. 

Algo sorprendente de la discusión sobre el Colón en los últimos días es que el nivel de polémica ha sobrepasado por mucho la serie de disculpas públicas anunciadas por el presidente López Obrador este año. El “perdón por los agravios al pueblo maya”, emitido el 3 de mayo, coincidió con protestas en contra del Tren Maya y fue abiertamente rechazado por el Congreso Nacional Indígena. ¿Por qué esa imposición ––narrativa–– no fue cuestionada con la misma vehemencia? ¿Es porque ese acto de reparación se percibe como menos relevante que el de la estatua?, ¿es porque se asume que pedir perdón siempre está bien, incluso cuando los agraviados ––o una parte políticamente relevante de los mismos–– están pidiendo otra cosa? Si las comunidades no solicitan estas restauraciones simbólicas, si lo que exigen no se cumple, si la rememoración ocurre en combo ––perdón a mayas, a chinos, a yaquis–– ¿tiene la misma legitimidad? Aunque se haya celebrado, y con razón, que el gobierno haya designado al Comité de Monumentos y Obras Artísticas para definir qué debe sustituir a la estatua de Colón, estas preguntas sobre la medida en que dichas acciones responden a una exigencia social concreta seguirán pendientes. Como tantas iniciativas de la 4T, las nuevas políticas de la memoria, aunque importantes y necesarias, parecen maltrechas y amorfas: otra oportunidad perdida de parte del gobierno para recordarnos el valor y la pertinencia de los símbolos. 

La integración del Comité repara un poco lo anterior, pues hace del proceso algo más pausado, transparente, pedagógico y sujeto a interpelaciones. No resuelve automáticamente, sin embargo, la segunda parte del problema ––y la más complicada––: cómo recordar el “exterminio y el esclavismo de los pueblos originarios”, a decir de Claudia Sheinbaum. La solución prevista por el gobierno, y aceptada en abstracto, por lo menos por los usuarios de redes sociales, ha sido crear la efigie de una mujer indígena. Pero, ¿debe ser obvia esa asociación entre los pueblos originarios y las sociedades indígenas actuales? Mucho de esto se discutió durante el 50 aniversario del Museo de Antropología. Y el segundo problema, ¿cuál de estas poblaciones? Incluso en la carta que artistas e intelectuales firmaron denunciando, con razón, que la visión del artista Pedro Reyes probablemente reproduciría “la tutela y las expectativas y las narrativas de quienes han ejercido el poder sobre ellxs [las mujeres indígenas a las que se suponía honrar]”, se propuso la designación de un comité de mujeres artistas, gestoras y curadoras que se “autoidentifiquen como miembros de pueblos y naciones originarios, para elegir a una artista, también mujer y perteneciente a alguno de los pueblos originarios, para sustituirlo”. Primero, ¿no es raro reproducir el paradigma de la autoría individual, unitaria, premiada en un ejercicio que pretende honrar otras formas comunitarias de ser en el mundo? Pero, sobre todo, ¿qué nos asegura que la mujer elegida ––una de entre las muchas que se identifican con las 68 lenguas que actualmente existen en nuestro país–– sea representativa de la diversidad a la que apela la propia carta? 

La representación de las identidades en el espacio público es una tarea muy difícil. Pero si asumimos una definición de la identidad que la explica como una, inamovible y compuesta por marcadores simplistas, entonces muy pronto es una tarea que corre el riesgo de ser excluyente. En el mundo del arte, la discusión sobre la política de identidades ha sido relacionada con experiencias de censura, lo que ha alertado a curadores y críticos. Y mientras la derecha la critica por su forma de desafiar al statu quo (lo deseable), desde la izquierda se ha cuestionado el parecido de esta conversación identitaria con el ideal liberal de abrazar las diferencias pero vivir en paz, mismo que, como recuerda Žižek, lleva a renunciar a la “pregunta universal” sobre cómo resolver los antagonismos reales. 

Este efecto atomizador de las identidades también ha sido señalado por Barbara Smith, la creadora del concepto de “identity politics”, quien ha recordado que el sentido original de esta idea, concebida junto con sus colegas del Combahee River Collective, les permitió complejizar la segunda ola del movimiento feminista en EUA, insertando cuestiones de raza y clase. Para Smith, el uso que hoy se hace del concepto ––entre otros, por sectores de trabajadores blancos precarizados para oponerse a la migración–– atenta contra el sentido original del término, que implicaba un análisis estructural sobre cómo funcionan los sistemas de opresión. En ese sentido, renunciar a pensar que el otro tiene algo que decir sobre mi situación, por más excepcional que ésta parezca, es renunciar a hacer política y aspirar a cambiar algo estructural. 

Sin embargo, la mejor reflexión que he escuchado para contestar la política de identidades fue en boca de Felicitas Martínez Solano, guerrerense y senadora suplente, en un conversatorio sobre presencia indígena en la política institucional; otro de los espacios concretos en donde se están jugando actualmente los sentidos de la inclusión, la reparación y la representatividad. Cuando Martínez Solano contaba los problemas irresueltos de las cuotas de género y las candidaturas indígenas, recordaba el caso de un hombre al que una Secretaría Estatal de Pueblos Indígenas y Afromexicanos le dio una constancia de pertenencia a un pueblo indígena para poderse presentar como candidato. Lo que a ella le parecía incorrecto de otorgarle la constancia a este hombre no tenía que ver con si él efectivamente era indígena, sino con que no había hecho el trabajo comunitario que en última instancia define la pertenencia a un pueblo indígena. Es decir, más que una idea de la identidad basada en lugar de origen y lengua, lo que explica Martínez Solano nos lleva a pensar en un concepto de identidad basado en el conocimiento, el compromiso y el trabajo. 

Al gobierno de Claudia Sheinbaum se le debe pedir, entonces, que sea incluyente en su toma de decisiones. Pero, si se asume que el proceso de memorialización de las comunidades indígenas ha de responder a las lógicas de la representatividad democrática, difícilmente se le puede pedir que su propuesta para avenida Reforma sea algo más que un esfuerzo por atender una idea de lo indígena basada en estos principios institucionales, producto de cierto sentido común popular. Esto no está del todo mal, pues el Estado y sus mecanismos de discusión, negociación y resolución de conflictos tienen mucho que aportar para evitar caer en las trampas de la política de identidades. Sin embargo, como muestra la anécdota de Martínez Solano, estos mecanismos probablemente no se correspondan con las necesidades y expectativas de las sociedades indígenas. La complejidad de este desencuentro nos obliga a pensar nuevos conceptos y nuevas formas. Ojalá la meta común sea la verdadera liberación, y no sólo la representatividad identitaria. 

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